Fue por ella que san Agustín, que sabía mucho del calor del fuego de la carne y de la exaltación de los cuerpos, escribió aquello de ama, pero fíjate bien qué es lo que amas. Porque casi nunca existen cuantas perfecciones uno imagina depositadas en la carne mortal de la persona amada, sea porque éstas sólo son una proyección de nuestras propias fantasías y necesidades, sea porque lo que el apasionado adivina en la pasión es lo que podría haber de mejor en la otra persona, aunque aún no exista sino en potencia o no exista en absoluto.
La pasión amorosa, que tiene un recorrido fugaz, sólo puede acabar en la muerte de los enamorados o en el desencanto. Sólo la muerte salva a la pasión de su propia consunción, depositándola en el anhelo eterno e incontestable. Noli me tangere, nos conmina con ardiente verbo la pasión. No, no la toquéis, no la retengáis.
El tiempo, por ello, lleva consigo inevitables desengaños. Aprendemos a vivir (o morir) de pasiones sucesivas.
La pasión no es el amor, o es un amor exaltado y fuera de sí; un estado de perturbación, de pérdida de objetividad, que arrastra consigo una distorsión en lo cognitivo y un estrechamiento de nuestros intereses mundanos, sobre el que antes escanciábamos con generosidad nuestra atención. No vemos ya, no vivimos más que para el objeto agreste de nuestra pasión, que tiene mucho de imaginario o de irreal. Él es nuestra vida y nuestro sinvivir, aunque a menudo permanezca en la casi total ignorancia de estas tormentas del espíritu que padece quien sufre de tan apasionado sentir.
La pasión, además, es inefable y solitaria, no se puede compartir ni ser dicha, porque todos los verbos y los adjetivos quedan por debajo del acto que la pasión levanta. Es ella sola hija de la imaginación y del divino delirio. Nos posee, se abalanza sobre nosotros y nos arrastra por donde quiere, para dejarnos caer, cuando menos advertidos estábamos, en los abismos de la desesperación. Nos promete un cielo que nunca es paraíso. Es siempre pródiga en promesas pero avara en resultados.
El daño de las pasiones no es el que se vive en el momento en que éstas se sufren, sino el que llega después, al día siguiente, cuando el rescoldo nos recuerda el fuego que allí ardió. Hay que hacer un gran esfuerzo para superar el hueco que la pasión abre en la vida de una persona, pues parece que tras ella, incumplida siempre, el universo sea un mundo quebrantado; y el espíritu, una frágil luz debilitada. No acierta a iluminar la vida de la misma forma y surge entonces la añoranza del padecimiento, la persistencia en la pasión ya abatida. La huella que deja en nosotros la pasión amorosa es más imborrable y duradera que la pasión misma, hasta el dolor tiene entonces una naturaleza diferente; es ya un dolor no de lo que se anhela, sino de lo que ya no se tendrá jamás. Y ese jamás abarca la vida entera de cada cual, es un jamás total, completo, un jamás que sabe que no hay retorno ni exaltación, no lo hay aun cuando las circunstancias de la vida se conjuren para que se produzcan nuevos encuentros con el que fuera objeto de nuestra vieja pasión. Aún entonces ya no serán encuentros de pasión, ni de hartazgo. Lo que nunca fue se ha perdido para siempre, por toda la eternidad.
Quien se abandona a la pasión y sobrevive a sus añagazas ha de hacer un denodado esfuerzo por reencantar de nuevo el mundo y devolver la luz que palideció al paso fulgurante de la pasión.