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  • Foto del escritorJavier Ortega Allué

En la mitad del camino de la vida


A partir de la mitad de la vida, tal vez un poco más tarde, la muerte deja de ser una idea abstracta sobre la que pensamos en fríos términos cartesianos, y tampoco es una boutade existencialista que dejamos caer entre dos sorbos de licor. La muerte, entonces, comienza a tener una presencia física real, tangible, que palpamos en las ausencias que nos dejan nuestros muertos. Para esas fechas, mediada la vida, arrastramos ya detrás de nosotros un bagaje de muertes de seres queridos que se han ido difuminando en nuestra memoria, siquiera que alguna vez significaron algo en nuestra existencia. Recuerdo a la Tía María, la del Molino, en el pueblo, esperándome cada noche en la puerta de su casa para empezar a prepararme la cena, como una madre adoptiva por un mes. O a mis abuelos, Giuseppe y Josefa, uno tranquilo y ya anciano algo alunado, la otra siempre inquieta y trabajadora. O a Genís, aquel profesor de religión con el encrespado cabello rojo de Judas, que murió joven de un cáncer de huesos tan feroz como inexorable, justo cuando empezaba a arriesgarse a vivir. Mi vida no es pródiga en ausentes, por fortuna, pero los que ya no son fueron para mí personas cercanas y significativas. Su desaparición supuso una pérdida casi intangible, que revela la fragilidad no ya del mundo, sino de mi propio mundo.

Hay luego otras pérdidas que son más bien ausencias. Amigos que ya no lo son, amores que huyeron un buen día, conocidos a quienes no he vuelto a ver. Sus vidas han continuado, pero tan alejadas en su trayectoria de la mía que a veces pienso que ya no existen, aunque el tiempo se desliza para todos. Esta lista de ausencias contiene más nombres y a veces uno siente la tentación de los reencuentros con el pasado, como si de ellos fuera a surgir la ilusión de un tiempo eterno, inmóvil, incombustible. La vida, sin embargo, pasa para todos con esa brutalidad de lo inexorable, y cada día que hemos permanecido alejados ha abierto aún más la brecha de nos separaba. Retrocedo hacia mi pasado en busca de esos fantasmas y, de pronto, caigo de bruces en un cementerio de nombres, todas las ausencias con su propia fecha de defunción; algunas, con la leyenda escrita de su causa: abandono, huida, deslealtad, envidia, indiferencia, separación. Me arrodillo ante alguna de esas lápidas que guarda la memoria, como si quisiera extraer de ella la vida en forma de recuerdo. Algunas voces me hablan desde el pasado; otras permanecen mudas, calladas a buen seguro para siempre. La lista de mis decepciones es, por fortuna, más larga que la de mis muertos. Los primeros pertenecen al azar del vivir; los segundos, a la más oscura necesidad de la parca.

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