Hace apenas unos días que ocurrió y ya hemos podido observar de qué forma los hechos se han ido construyendo para elaborar un relato social y políticamente sostenible, en el que han colaborado los políticos con sus afirmaciones interesadas y algunos expertos que no han querido morder la mano que les alimenta. Soliviantado por la lectura de algunas noticias referidas a este asunto, escribí una carta a dos conocidos diarios de la ciudad, esperando con ella contribuir a echar algo de luz sobre un asunto que cada día ha ido tomando un tono más turbio, hasta que se olvide de forma definitiva y cruel. Nada más atroz que el ritmo que impone la actualidad, en nada se nota más la caducidad de la vida que en el diario que leímos hace dos o tres días. La actualidad camina con paso de oca hacia el olvido, sometida a nuevas incitaciones y noticias.
Escribí, pues, a ambos diarios y confieso que no sé ahora que fue peor: que uno no publicara la carta, pues se alejaba de forma contundente de su línea editorial, cercana a la mano que remunera a precio de oro su brutal pérdida de lectores; o, por el contrario, que el otro amputara el texto hasta hacer con él algo muy distinto de las intenciones con que lo redacté. Vaya pues aquí el texto completo, sin amputaciones ni rebajas, tal como quise dejarlo, sin cortes ni afeites.
Los ciudadanos estamos aturdidos escuchando, entre el asombro y el horror, las noticias sobre el asesinato de un profesor a menos de un chiquillo de sólo trece años, armando de una ballesta y un cuchillo de grandes dimensiones, con los que pensaba perpetrar una matanza. Con sorpresa, algunos se preguntan qué ha podido suceder para que este drama se desarrollara, con tan funestas consecuencias para las víctimas y también, en buena medida, para el victimario. Un casi niño, un adolescente apenas. También para él, para sus padres, para los compañeros que han sido testigos de la tragedia, para los profesores que hoy están de luto y hace tiempo vienen advirtiendo de la tolerancia y el uso de la violencia para resolver muchos conflictos en la familia y en la escuela, para los padres de otros adolescentes que miran a sus hijos y se preguntan qué está sucediendo y qué pueden haber hecho mal o tal vez dejado de hacer. Sobre todos planea esa enorme confusión.
Con cierta urgencia, habrá venido a la cabeza de muchos una explicación que tiene la virtud de tranquilizar, explicación opiácea y parcial. Algunos aducirán que este chico padecía de un grave trastorno psicológico que nadie antes detectó y del que no hubo el menor indicio, y esta certidumbre científica alejará otros fantasmas y otras posibilidades más ambiguas de nuestras vidas, para poder seguir dormitando con cierta paz.
Pero el asunto es más complejo y nos atañe a todos: a los profesionales que trabajan con adolescentes, a los psicólogos, terapeutas, educadores y profesores; pero también, sobre todo también, a esos padres que un buen día y libérrimamente decidieron tener hijos, con todo lo que ello iba a suponer de esfuerzo económico, educativo, de atención, cuidado, presencia, reconocimiento y amor. Algo ha fallado hoy. Lo que ha sucedido no es un hecho anecdótico, ni la explosión brutal y desnuda del mal en acción. Lo que ha ocurrido llevaba tiempo gestándose. No es cosa de una semana o dos. Ha habido, desde luego, un ejecutor, pero hay otras responsabilidades más allá de la misma acción criminal.
Como terapeuta relacional me pregunto ahora qué ha podido suceder en la vida de un niño de apenas trece años para que llegara a poner en acción un plan siniestro para asesinar a muchas personas, con tanta sangre fría como premeditación. Me pregunto si nadie se percató, antes de que esto ocurriera, del sufrimiento que albergaba en su pecho, si nadie percibió la frustración que este chico debió arrastrar por los pasillos de su casa, seguramente durante meses, dejando tras de sí un rastro de silencio huidizo… A veces lo padres delegan en la escuela el cuidado emocional de sus hijos, cuando en realidad son ellos las figuras verdaderamente significativas en sus vidas. Son niños que se quedan mucho tiempo a la intemperie, en medio de ningún sitio, en una tierra de nadie emocional, creyendo cada adulto que es el otro quien está atento a los requerimientos afectivos del menor. El hijo está ahí, pero no se le ve. Sólo cuando incordia se le empieza a mirar, pero con ganas de dejar de hacerlo cuanto antes, pues un buen hijo es el que no nos molesta. Pero como sabemos, no todos los hijos son iguales ni plantean las mismas necesidades ni con la misma intensidad; los hay que provocan más malestar y hartazgo a unos padres ya cansados, que sólo desean que haya algo de paz en el hogar, a cualquier precio.
La pobreza del amor que se cicatea se sustituye por la compra de inútiles cachivaches. El niño tiene en su cuarto un ordenador, un televisor, unos juegos…y una soledad hecha de ausencias. ¿Para qué amar a un mundo que no nos ama o que, si llega a hacerlo, no logra hacérmelo llegar del modo como yo lo necesito?
La tragedia empezó a escribirse meses, tal vez años atrás. Los hijos a los que no sabemos amar se nos vuelven desconocidos, y ante lo desconocido sentimos miedo. Pero nosotros somos los adultos, los que debemos enseñar a los hijos, los que hemos de amarles y, porque los amamos, decirles a veces que no, para que aprendan también a tolerar la frustración que la vida siempre trae consigo. En la educación, no hay amor sin límites, pero tampoco límites sin amor.
La tarea de educar y de hacer ciudadanos, hombres y mujeres capacitados para el amor y la felicidad, nos compete a todos los adultos. Es una responsabilidad nuestra.
Desde la Societat Catalana de Teràpia Familiar, que tengo el honor de presidir, quiero lanzar el mensaje de que las familias son el núcleo de sanación más potente que hemos podido inventar los humanos. Hay ocasiones en la que, por algún misterioso motivo, se atasca esa fuerza de sanación que las familias poseen. Entonces, acudir a profesionales competentes y expertos terapeutas con sensibilidad relacional y familiar, es sin duda una muestra más de los múltiples caminos que tiene el amor que nos cura.
Javier Ortega Allué
President de la Societat Catalana de Teràpia Familiar