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  • Foto del escritorJavier Ortega Allué

El privilegio y la omnipotencia del profesional.


Los terapeutas gozamos de un privilegio del que antes sólo disfrutaban los curas y los amigos, y estos últimos sólo tras el largo y asiduo ejercicio de la amistad: el de poder ser testigos de las historias, a menudo penosas, que sobre sus propias vidas construyen otras personas, la gente común con la que no cruzamos en la calle. Historias de vida que hablan de sufrimiento, pero que contienen también en su seno los recursos y potencialidades con los que las personas afrontan sus inevitables encontronazos con la vida.

Es este un privilegio que debemos tratar con cuidado, porque lo que nos ofrecen las personas cuando somos buenos entrevistadores son aquellos aspectos suyos en los que la vida les ha fragilizado, aquellas expectativas personales que se truncaron, aquellos objetivos únicos que no lograron alcanzar, aquellas partes de su existencia que les hacen sentir a menudo culpables o fracasados, o aquellas otros aspectos más oscuros de sí mismos con los que temen haberse de confrontar. Los pacientes ponen a nuestro alcance sus debilidades, para que nosotros les ayudemos a descubrir cuántas capacidades y recursos olvidaron utilizar por el camino.

El terapeuta es, pues, un privilegiado, que tiene la obligación ética de tratar con cuidado y respeto lo que los pacientes le ofrecen para que los sostenga en su dolor. Los profesionales, con frecuencia, albergan elevadas expectativas sobre los resultados que pueden alcanzar con una intervención; pero han de aprender a ser conscientes de sus límites, para no caer prisioneros de la ilusión de omnipotencia que puede tener quien se sabe experto y conoce un buen caudal de técnicas de intervención, a las que atribuye el extraño poder de favorecer o facilitar el cambio.

Lo que les sucede a tales profesionales es isomórfico con lo que ocurre en aquellas familias o individuos que acuden al experto en busca de la solución mágica, una especie de bálsamo de Fierabrás con que curar todos sus males. Sabemos que el tal bálsamo no existe, como no es posible tampoco la omnipotencia sin haber de pagar un alto precio por ella.

Como profesionales, hemos de dar un paso más allá de la empatía, pues el terapeuta está también obligado a ser efectivo y útil. Pero corre el peligro, por la posición en que la propuesta de la relación de ayuda le coloca, de caer bajo la férula de esa omnipotencia inconfesada, pero que es efectiva y está actuando en su intervención. Con razón se ha dicho que a veces los terapeutas ocultan, bajo el embozo de su faceta de cuidadores, aspectos narcisistas de su personalidad, que desearían permanecieran ocultos pero que están actuando de facto durante el proceso terapéutico. El pecado de la omnipotencia es tan grave, al menos, como lo es el de la incompetencia profesional. Hay psicólogos que actúan como el aprendiz de brujo de Dukas y Goethe, desencadenando unos procesos que se sienten capaces de controlar. Investidos socialmente, y amparados por su título universitario que sólo certifica que estuvieron varios años bajo el acogedor techo de su facultad, llegan a ignorar los aspectos iatrogénicos que sus intervenciones pudieran generar, quedando así exonerados de responsabilidad alguna por el privilegio del que gozan por sus conocimientos supuestos y el poder social del que se sienten investidos.

Escasamente familiarizados con el sufrimiento, como si el roce continuo de su trabajo les hubiera facilitado una coraza que los hace diferentes al del resto de los mortales, entienden el desempeño de la profesión como el de quienes están obligados por su especial saber a dar pautas para que otros vivan de forma adecuada su existencia, eduquen bien a sus hijos o tengan una relación de pareja como es debido. Prometen lo que no pueden dar, hablan de lo que ignoran: pontifican.

La omnipotencia terapéutica consiste en creerse en posesión de un conocimiento privilegiado que nos permitirá hacernos cargo de la vida de los otros, desposeyéndolos de la responsabilidad que estos tienen sobre sus propias elecciones vitales. Consiste, pues, en creerse mejores y más inteligentes que los pacientes, o mejores y más capaces de afrontar una existencia ajena, extraña y misteriosa como siempre lo es la vida de los otros.

Los profesionales no somos los dueños de la vida de nadie, excepto de la nuestra propia y de lo que con ella hacemos, limitados o favorecidos por las circunstancias. Por tanto, nuestro trabajo no consiste en sustituir a quienes es imposible sustituir, ni aceptar delegaciones de larga duración, ni dar pautas sobre las reglas que una familia ha de cumplir para devenir funcional. Nuestra profesionalidad no deriva de todo esto, que es la punta de lanza que ocupa a esos profesionales aprendices de mago. No hay magia, nos recuerda Mara Selvini. Hay intervenciones efectivas en contextos de incertidumbre, en los que el terapeuta debe acostumbrarse a trabajar. Y hay intervenciones inocuas, y hay intervenciones que facilitan los cambios y otras que los entorpecen. Cuando creemos saberlo todo es cuando menos sabemos.

Como ya he señalado, debemos de devolver a los usuarios, a los pacientes y a las familias, su responsabilidad sobre sus propias vidas. Esto no se puede hacer desde la omnipotencia. Nosotros somos acompañantes en el cambio, agentes capaces de sacar a la luz y movilizar los recursos de las familias, no los nuestros propios, testigos del poder de los otros, facilitadores. Nuestras capacidades personales, nuestras pautas aprendidas, nuestros modelos de normalidad, base de nuestros supuestos operativos, no sirven nunca, por muy envueltos que vayan en buenas intenciones. El profesional que sólo actúa bajo ese parámetro de la ayuda bienintencionada deviene un profesional ineficaz, cuando no dañino.

Hay algunas situaciones familiares especialmente dolorosas con las que ha de bregar el terapeuta cada día, o algunas otras en las que las posibles salidas de las dificultades se le aparecen con especial nitidez al profesional -pero no a la familia-, situaciones en las que el terapeuta tiende a hacer un sobreesfuerzo de actividad para no sentirse mal consigo mismo. En estas circunstancias, el terapeuta constata su propia intolerancia a la ansiedad y la incertidumbre, y concluye que ser competente debe consistir en hacer algo, aunque no se sepa muy bien qué.

Esto tiene que ver con sus emociones, no con lo que le ocurre a la familia. Tienen que ver con lo que despierta esa familia en él, o con lo que le provoca el sentimiento de no saber qué hacer y lo intolerable que esto le resulta, su herida narcisista profesional. Este puede ser un dato muy importante para entender la totalidad del sistema agente-familia, la delegación, las expectativas de unos y otros, etc. A veces, la omnipotencia descansa en no poder resistir la ansiedad que nos crean las situaciones familiares difíciles, la ansiedad de ser tenidos por profesionales incompetentes por los otros y, sobre todo, por uno mismo.

El terapeuta boicotea así sus propias capacidades y acaba deviniendo un terapeuta mermado.

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