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  • Foto del escritorJavier Ortega Allué

De la vida auténtica (o en general)


Es posible que ahora no nos guste la vida que llevamos. Que tratemos de engañar a la voz que nos recuerda las promesas que juramos cumplir cuando aún éramos tan jóvenes que no conocíamos el significado de la claudicación. Se puede prometer cuando la vida misma está aún desdibujada y se vive inconmensurable.

Hay una jactancia juvenil en las historias que de adolescentes nos contamos sobre lo que aún no es y será. La vida se dibuja hermosa y plena, intensa y brava, trazando una curva en el vacío que no es aún parabólica. Para captar el recorrido de la parábola hace falta tiempo, y tiempo es lo que todavía no hay. El amor fosforece en la oscuridad, la aventura apunta al asomarnos en cualquier esquina. La ciudad entera se conjura para el misterio y el abismo. Nadie ha habitado el mundo de la forma como nosotros lo habitamos, y ninguno ha respirado con la misma intensidad y plenitud. Somos como esos exploradores que se internan por vez primera en una selva virgen, incógnita, ayuna de cualquier la huella humana, exudando expectación y energía.

Hay una vida, decimos entonces, que es auténtica, y luego está el reptar agónico de los gusanos y el verde rencor de los resentidos que pululan por ahí. Esos que ya han vivido, pero que ni por asomo entendieron de qué iba el asunto este de la vida. Esos que se desvivieron entre la ansiedad y el temor, muriendo luego.

Nosotros inauguraremos el mundo y abriremos el horizonte en canal. Así se es joven, así se conquista la luz. Llevaremos sobre los hombros la vida auténtica, que es la que se entrega a una pasión, al arte, a la literatura, a la filosofía o al amor. Allá donde otros lo intentaron, nosotros estamos convencidos de que habremos de vencer, porque todavía no hemos conocido la derrota. Nada se nos opondrá, porque no hay nada más poderoso que nuestro anhelo. No imaginamos una vida monótona, un tiempo gris y arrastrado, porque estamos destinados a una existencia brutal y solitaria, nueva hasta el fondo de su raíz, inusitada.

La vida auténtica es, sin embargo, una auténtica estafa. No hay posibilidad alguna de vivirla anticipadamente, como si lanzáramos nuestra razón por delante de nosotros mismos, a husmear en el horizonte el rastro de nuestra presa. La razón siempre camina hacia atrás, en retroceso, no como avanzadilla, de forma que no puede resolver la dificultad de dirimir cuál sea la vida verdadera y auténtica, y ha de ser el ejercicio mismo de la acción, la pura actividad del vivir, la que vaya desembrozando el acertijo en que cualquier vida humana consiste.

Que no sea la razón no es un argumento contra nada, y menos aún contra la propia vida. La razón, ya lo sabemos, es en casi todo razonable y en esa alta estima la tenemos. Pero sirve para lo que sirve. Meditar es volver en el camino hacia atrás, captar las huellas o indicios, acaso para advertir en qué momento y según qué preferencias hicimos esto o aquello, torcimos a la derecha o giramos a la izquierda. Pero los pasos mismos que han construido el camino que hemos empezado a pisar, esos pasos son como los torpes movimientos del niño que comienza a andar y busca sobre todo un punto de apoyo para no perder el equilibrio. Lo que nos mueve, la vida, es un empuje a la acción, una meta o diana a la que apuntamos. Luego, el camino arriba o abajo tal vez sea el mismo, o no. Porque el camino se ve sólo cuando giramos la vista y contemplamos lo ya vivido como historia o biografía.

La vida no es un anticipo a cuenta de nada. Es el ser que somos existiendo ahora aquí, pero llevando sobre nuestros hombros el liviano peso de lo ya recorrido y en los ojos el porvenir de lo que todavía nos ilusiona. Es poco lo que sabremos por poner la mano sobre la mejilla, aunque para aprender verdaderamente debamos adoptar esa posición. Pero el pensamiento es siempre un posteriori, como el argumento o la demostración se entienden cuando se conoce el final, el definitivo valor de la incógnita.

Muchos hombres desean respuestas que anticipen y conjuren la incertidumbre de la vida. Todos los jóvenes crecen prisioneros de esa ilusión. Pero es el paso del tiempo el que les lleva a captar las líneas maestras de eso que llamamos proyecto vital. Es el ir haciendo cosas con todo aquello con que nos encontramos lo que nos revela la vida en su auténtica medida. Es acción reflexiva, pero acción en primer lugar. No impulso ciego, porque no hay en la acción un primer momento que dirime, excepto para el análisis que hace la razón. Todo fluye y sigue un hilo al mismo tiempo. La acción son las puntadas de ese hilo que a veces discurre por detrás de la tela y no conseguimos ver. Emerjo a ratos, me sustento sobre lo invisible y la continuidad. Pero no es sino al coser la pieza que esto va revelando el sentido de la vida auténtica.

Si somos coherentes, no hay vida alguna que sea inauténtica, excepto que digamos que es inauténtico algo de lo cual uno no es su autor. Habría así vidas prestadas, que hacen uso de lo que la comunidad, su familia o su cultura les deja en préstamo para seguir existiendo con una cierta lógica y sentido, en un orbe. Vidas prestadas lo son en cierta medida todas las vidas, porque en cada una de ellas hay un turbio poso de cultura que queda siempre en el fondo. Así, hablamos una lengua o conocemos los avatares más importantes de nuestro entorno o miramos cierto paisaje ya colonizado por otros hombres, con sus casas levantadas y sus monumentos puestos en pie, y lo decimos nuestro como si de veras creyéramos ser sus propietarios. Venimos al mundo desnudos, pero no como Adán. Ya en él las cosas están nombradas y a nosotros nos toca aprender lo que otros antes inventaron. Toda vida tiene esa raíz poco original que es aquello con lo que nos encontramos: la cultura en general, la historia de forma más particular o, en lo más próximo, el mapa del mundo que nos dan nuestros padres; esto es, la realidad.

Fragmento de "Los problemas del mundo"

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