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  • Foto del escritorJavier Ortega Allué

Sobre los amigos


Es tópico común ya frecuentado por el mismo Aristóteles, que una vida sin amigos no es digna de ser llamada así; y, no obstante, contemplamos con qué facilidad muchos son capaces de seguir viviendo sin tenerlos, salvo que demos al término amistad un significado de fronteras tan amplias que lo vuelva desvaído, como si todo pudiera caber bajo esta palabra taumatúrgica. Le sucede a la amistad lo que le ocurre también al amor, que bajo su paraguas se amparan cosas diferentes, contradictorias incluso. Palabras grandes, altisonantes y elevadas como catedrales, que pueden albergar en su seno al más pío creyente y al irredento pecador. Palabras mágicas que a veces se pervierten al ser pronunciadas o que al pasar de mano en mano van desdibujando su perfil como las antiguas monedas de metal y hay que reacuñarlas de nuevo, como aconsejaba el mandato délfico.

Hay personas que sostienen que amigos, en la vida, hay pocos; otros piensan que nunca hay los suficientes. Los amigos, escogidos.

De todos los bienes notamos su escasez y en ocasiones su rareza. La amistad es uno de ellos. Pero ella no es cosa que se pueda tocar o calibrar en alguna balanza; nada que se pueda medir o graduar. Es, como la vida, en cada ocasión lo que es. Por eso hay muchas clases de amistad y más aún de amigos. La amistad vive y muere, luce y se apaga, crece y se marchita, viene y se va. Es, ya he dicho, un tópico de la filosofía y en algún momento un broche o un adorno de la propia existencia. Valemos lo que valen nuestros amigos: ellos nos dan relumbre y brillo; y conforman la red sutil que nos protege de las caídas y nos sostiene en los momentos más complicados. Pero un amigo no se prueba por ello, sino por su constancia. El amigo es una voluntad empeñada. Sigue ahí hasta la muerte, la traición o el desengaño.

Como sucede con el amor, nuestra vida es más intensa porque la llenamos de la amistad de nuestros amigos, gratuita, inexplicable. Nos sentimos amados sin merecimiento, a pesar de quienes somos, sostenidos sin abandono, aunque sea en el recuerdo y la memoria. Yo nunca he abandonado a mis amigos, aunque ahora haga ya tiempo que no coincida con algunos. Siempre los he llevado conmigo y siempre he tenido con sus fantasmas, que son los míos, intensas conversaciones interminables. Hay amigos a los que hace ya treinta años que no he vivido, pero siguen para mí siendo mis amigos y estoy convencido de que, si de nuevo me topase con ellos, nuestra conversación, superado el inicial pudor del reencuentro, seguiría en el mismo punto en que la dejamos ayer. He tenido, al menos, algún ejemplo de esta experiencia.

Por los amigos yo me hice mejor, contra mí mismo; ellos me han hecho creer en mí al creerme; y con ellos he compartido cada uno de los sucesos de alguna importancia en mi vida. A veces me encanta pensar que yo habré sido algo muy parecido para ellos, pero nada sucedería si esto no fuera así, como lo pienso. Me consta lo fecunda que ha sido mi existencia por tenerlos al costado y constato lo triste que habría sido ésta de no haberlos conocido, de no haber coincidido con ellos en alguna revuelta de mi camino. Amigos quiero, no para que me soporten en mis desfallecimientos, sino para que me entusiasmen en mi alegría con sus risas y con el ánimo con que se empecinaron en quemar cada segundo sin duda, en su plena inutilidad, para no darle a la muerte ni los huesos a roer.

Se suele advertir que a la familia no se la escoge, pero uno siempre es responsable de los amigos que tiene. De poco sirve la queja si nos traicionó, pues fuimos nosotros quienes escogimos amigos de naturaleza variable. Todo el mérito de la elección es nuestro, y de la ocasión o del azar que nos preparó la celada. Pues los amigos llegan de forma inesperada, sin buscarlos; entran en nuestra existencia sin avisar, y permanecen allí mucho tiempo, hasta que, como el aceite en el molino, se decanta la amistad y nos ofrece todo su tenue sabor en plenitud. No hay improvisación en la amistad, aunque ésta comenzara de improviso, de pronto y sin avisar. Nada nos advierte que la persona que está delante de nosotros vaya a ser con el tiempo ese amigo que ningún indicio señala todavía; pero hay un día en que lo reconocemos así, y ninguna palabra mejor que esa: reconocimiento. Pues la amistad está toda ella construida desde el reconocimiento que la alberga. Reconocemos una vida cercana pero distinta, que en modo alguno quisiéramos cambiar ni poseer ni, en el mejor de los casos, siquiera envidiar. Con amigos, dice Aristóteles, los seres humanos estamos más capacitados para pensar y actuar.

La amistad no es cosa que podamos coger como se agarra una piedra o un trozo de madera; su naturaleza es relacional: algo que ocurre entre alguien. Es, pues, una cierta forma de relacionarnos con algunos de nuestros semejantes en la igualdad.

Fragmento de Los problemas del mundo

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