A menudo me reprochan que dedico mucho tiempo al trabajo. Pero yo no lo siento así. Es decir, no es que no sienta que dedico mucho tiempo, pues es verdad que le consagro todo el del mundo, y más si tuviera, sino que no siento que eso sea trabajar.

En realidad, cuando escribo, doy clases, tengo un encuentro terapéutico, paseo o medito hago siempre la misma cosa, y a eso no le puedo llamar trabajo. Aunque lo sería si por trabajo entendiéramos el hecho de empeñar horas de vida en algo. ¿Y quién no, entonces, trabaja? Siempre andamos ocupados en alguna tarea, puesto que vivir es estar habitados por algún afán. La vida, ya lo dijo Ortega y Gasset, es quehacer. Lo que sucede es que de todos los quehaceres que emprendemos, hay unos que parecen sernos necesarios y otros que realizamos porque no nos queda más remedio. Si uno dedica a estos últimos la mayor parte de su tiempo, ¿diremos que vive o que es vivido?

Esta es, pues, la cuestión: dedicar la vida a aquello que necesariamente necesitamos hacer. Para uno será escribir, para otro escalar una cumbre indiferente y un tercero lo pondrá en estar con la familia y ocuparse de cubrir sus necesidades. Seres humanos los hay de muchos tipos y hay muchas formas diferentes de vivir vidas plenas. Me cuesta creer que haya quien sólo vive en los instantes de ocio que le deja libre el trabajo o que ha de esperar al fin de semana para aprovechar ese tiempo como si fuera el de la vida verdadera y el resto ganga y cosa sin valor.

Lo malo es cuando uno se ve forzado por las circunstancias o por su propia ceguera vital a realizar tareas que en nada le conciernen; hacer algo como podría estar haciendo otra cosa. De esos hombres hay bastantes, lo que explicaría el grado elevado de disgusto que hoy habita a nuestro alrededor y, también, la afanosa búsqueda de soluciones externas a un dilema que tiene que ver con el modo como elegimos vivir, con la clase de vida que ponemos en pie.

Fragmento de Los problemas del mundo.