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  • Foto del escritorJavier Ortega Allué

Ese pasado que llega.


Al cruzar el meridiano de los cincuenta han empezado a sucederme algunas cosas que considero inexplicables y para las que debo confesar que me hallaba por completo inerme y desarbolado. Inexplicables para mí, no para el género humano en su conjunto, a buen seguro. Aún hay cosas, asuntos, problemas que la mayoría se explica y que a mí me tienen a maltraer, abatido en medio de mi asombro y perplejidad. Sucede, según creo, porque yo fui de niño una perpetua nostalgia, cuando apenas tenía vida sobre mis espaldas y soy ahora un adulto que alberga la sospecha de que toda nostalgia es un caso perdido de candidez. Antes, como digo, tenía escasa experiencia de vida y, sin embargo, era yo en esa época un muchachito melancólico y soñador, como cualquier aprendiz de artista que se precie, y me perdía en divagantes ensoñaciones, rememorando lo que había sido aquel último verano, las eternas vacaciones de la existencia; todo ello adornado con gran lujo de detalles y taraceando mi memoria con los mínimos fragmentos del recuerdo, hasta la morosidad.

Ahora, cuando ya llevo cruzada la mitad del camino de la vida, y acaso un poco más, me siento inesperadamente lanzado hacia el futuro, con el ímpetu irrefrenable del deportista o el afán desmesurado del salvaje, sin que pueda dar a esto ninguna explicación razonable más allá de aquello que decía del tiempo el poeta, que ni vuelve ni tropieza. Será eso.

Por ello es ahora cuando esas cosas que me pasan me resultan tan sorprendentes como inesperadas. No sé si a otros les ha sucedido algo parecido, pero a mí me ocurre, y cada vez con mayor frecuencia. No porque yo lo busque -soy, en el terreno de la indagación, un flemático de manual, tan imperturbable que carezco de la mínima solicitud para ponerme en acción-, sino porque viene a aparecer en mi camino de forma sorpresiva, no sin alegría ni sobresalto por mi parte, feliz del acontecimiento. Lo que me sucede es simple, quizás primario y elemental.

Tengo amigos en el pasado de la vida a los que hace ya un centón de años que perdí de vista, no en mi memoria, pero sí en el discurrir cotidiano, amigos prehistóricos de cuando yo no era nadie, de los que sólo de forma ocasional me acuerdo con un recuerdo desvaído y feliz, como de azogue descascarillado, y con la ayuda, si fuera necesario, de unas fotos cuyos colores se han ido diluyendo poco a poco como si hubieran estado abandonadas a la intemperie. Sé que han seguido viviendo sus vidas singulares, que han triunfado, o no, navegando el cauce de sus diversos intereses, que han dado cumplimiento, o no, a las promesas que entonces apuntaban; y sospecho que seguramente en sus existencias diversas han debido hacer un hueco para la alegría y la desdicha, aunque no haya sido testigo ni pueda dar testimonio de ello. Lo creo así porque es de ese modo como nos ocurre la vida a todos, sin excepción.

Pues he aquí que sucede cada vez más que, después de muchos años y mucha vida desmochada, un correo viene a traerme breve noticia del reencuentro, o uno de esos mensajes telefónicos me coloca en el umbral de aquel pasado ya vivido con el alegre desenfado que pueden manifestar quienes estuvieron en la ignorancia más de treinta años, pero siempre presentes en la memoria. La red teje sus hilos invisibles sobre la vida vieja y la hace presente de forma inesperada.

Me gusta recibir noticias de antaño, pero no porque yo sea ya un enfermo de nostalgia, sino porque soy de naturaleza curiosa y me complace dar testimonio de los caminos recorridos. Cada hombre es una novela en potencia, y muchas historias olvidadas. Cada uno es protagonista y secundario en muchas vidas, acaso ignorándolo. La memoria falla, se pierde la pista de un amigo, no por desidia o desinterés, sino porque la vida misma tiene su propio ritmo de sístole y diástole. Y cuando los viejos amigos regresan, traen con ellos la sonrisa del reencuentro, ligera y feliz. Somos los que fuimos y también algo muy diferente. Yo no quiero saber nada de cómo era entonces, pero sí me llena de dicha saber cómo han sido otros y en qué empeñaron luego sus vidas. Tengo más curiosidad por mi prójimo que por mí mismo, acaso porque los otros forman el mosaico que finalmente me constituye. Hay teselas que se perdieron y otras que encontramos con la misma felicidad que el bibliómano encuentra una rareza en una cesta de libros viejos. Parece, llegados los cincuenta, que la vida se completa para dar testimonio de su circularidad. Nos pasa como el tópico cuenta que le sucede al asesino, que sentimos una irrefrenable necesidad de retornar al lugar del crimen. O al momento en que fuimos solo promesas, todo por cumplir. El instante en que brillo la amistad y un horizonte aún sin límites, y en que la vida era potencia, sueños de conquista y seducción.

Que los viejos amigos se acuerden de uno y que ese recuerdo no quede en la antesala de la memoria, sino en el umbral de la acción, es algo que merece ser alabado, porque pone en evidencia que hay hilos invisibles que aún nos conectan.

Fragmento de Los problemas del mundo

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