Tiene la letra una misión audaz por improbable, al obligar a los hombres a inventar otros mundos por el agotamiento o el matiz. La memoria se conoce más quebradiza que esa plumilla de cáñamo que la mano delicada maneja con cuidado y reverencia; lo que en aquélla se fija, se pierde con la muerte o en el limo de esa debilidad que llamamos olvido. Nada permanecería, si tuviéramos que conformarnos con el extraño don de la memoria; por una curiosa paradoja, ella sola es la que nos permite aprender. Pero su fragilidad hace del mundo un lugar minucioso, siempre nuevo y terrible a un tiempo. El encanto de la memoria es su lento, persistente desmoronamiento. Tarea colosal la suya, llamada, por su empeño, al fracaso más rotundo, quién sabe si el más elevado también. El mundo parece eterno, acaso, por estar hecha la memoria de la materia efímera de los sueños.
Quizás errara Platón al reconvenir con tanta insistencia tanto al usuario de las letras, como al libro impreso con mimo, que nos habla desde el silencio de lo definitivo con la voz de los muertos. Acaso el filósofo, carcomido por una duda terrible, recordara en ese instante las enseñanzas de Sócrates, el maestro de la palabra viva, y no pudiera por menos que advertir su pequeña traición, la perfidia de quien en secreto entrega sus pensamientos al verbo escrito. Pagar la traición con un exabrupto no es un precio elevado, aunque arrastre por la historia su huella imborrable. Que Platón desconfiara de la palabra escrita no debe sorprendernos. Nadie como él conocía los devastadores efectos que la letra impresa tiene sobre la marcha de las cosas: su salvación o su condena.
Un mundo abandonado al olvido resulta siempre nuevo, como apuntando o naciendo. El hombre ríe al poder repetir aquello que ha olvidado y hace como si fuera la primera vez. Y a esta urgencia, a esta constante renovación, se opone la terca permanencia de las palabras que el escriba fosiliza en el tiempo, sobre la hoja de papel, para un olvido que jamás tendrá la inocencia de la desmemoria.