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  • Foto del escritorJavier Ortega Allué

Los ecos del pasado


De llevar el peso del pasado sobre las espaldas traemos los hombros cansados. Al punto llega este cansancio que ya no somos capaces de reconocer, incluso, que los gestos que hoy nos acechan en la vida política guardan inquietantes semejanzas con otros parecidos del pasado, más turbio aún por más cercano. Hay ecos y reverberaciones que no queremos oír ni atender. La negación es un viejo mecanismo de defensa, pero tan humano, tan comprensible... Eso ni quita ni pone nada al hecho, pero sí a su interpretación, y es suficiente. Suceden los hechos y luego vienen las justificaciones. El razonamiento siempre es a posteriori. Y el pasado, que ya trae consigo el juicio condenatorio de la historia o su absolución, que señala la maldad de ciertos eventos y la ignorancia pérfida que los consistió, nos dice que nosotros no somos como ellos son, que hay en lo nuestro una dignidad que nunca tendrán nuestros enemigos. Como conocemos el pasado que nos habla, nos decimos a nosotros mismos, para convencernos, lo alejados que estamos de él. Nosotros llevamos sobre las espaldas el pesado fardo de la moral y hemos envuelto nuestra lucha en palabras de oro como dignidad, justicia, libertad, un país nuevo… flatus vociis. Aquellos desfiles, aquellas antorchas, aquellas soflamas incendiarias olían a patíbulo, aquel mismo desdén por la ley y el individuo del que fue testigo la historia, ¡cómo va a ser en nada parecido a lo nuestro! Allí se quemó el Reichstag para perseguir a los enemigos de la patria, a los traidores y los tibios de corazón; aquí nos basta con acallar su voz y fingir que no existen, un mal sin duda mucho menor, más banal en su invisibilidad, acaso porque nuestros ideales son prosaicos y vulnerables y la muerte civil es más llevadera que la otra y de ella, a veces, se puede escapar y no deja un rastro mugriento en la leyenda. Aquello era fascismo y nosotros, ahora, sólo aspiramos a que nos consideren demócratas, demócratas convencidos, un ejemplo preclaro para el mundo. Ladrones honorables, que justificamos la naturaleza bondadosa del robo en el expolio al que hemos sido sometidos, real o imaginario, qué más da.

Si algo hemos aprendido en estos años es el noble arte del disimulo, la sutil naturaleza del fingimiento. Es verdad que a ello nos ha ayudado la ingenuidad de unos, la torpeza intelectual de otros, que nunca reconocieron lo que iba tomando cuerpo ante sus ojos, que nunca hablaron, que nunca denunciaron, que agacharon la cabeza, que consintieron, que se avergonzaban. Aquellos a los que les pesaba demasiado la historia familiar y sus demonios, el padre militar, el abuelo colaboracionista, el franquismo que corría por sus venas como por la antigua sangre de los cristianos nuevos se deslizan tibios los errores del pasado y la conversión, como un baldón, una mancha imborrable y vergonzante. Hay quien dijo que esta reivindicación nuestra no fue otra cosa un alegato pro defunctis, una apología de nuestros ancestros, como si al salvarlos se salvasen los nietos de su propia mediocridad. Nosotros también escondíamos cadáveres en el ropero familiar, pero supimos disimular mejor y no quisimos olvidarlos, sino dar a su vida otro sentido, menos afrentoso, más victimista, con el que relatamos una nueva historia, una historia hecha a nuestra pequeña imagen mediocre. Tuvimos la suerte de contar con la mala conciencia de sus años de vencedores; aunque luchamos en el mismo bando, nosotros ignoramos cualquier escrúpulo que nos pudiera incomodar, y olvidamos lo que fue necesario olvidar. Las patrias no necesitan niquitosos y nosotros lo hemos sacrificado todo por ella, con la ciega fe del carbonero.

A ese cinismo lo hemos llamado astucia; y, con ella, hemos dejado caer sobre el pasado un velo oscuro, que lo nubla y obnubila. Aquellos fueron nazis, nosotros patriotas. Aquello repugnó al mundo, lo nuestro seduce y causa admiración y hasta envidia y emulación. Ellos mentían y nosotros obramos siempre de buena fe, con un candor casi ingenuo pero inflexible, jesuítico. Sus listas negras llevaban al campo de concentración, mientras que las nuestras sólo las usamos para convencer a los indecisos de la nobleza y dignidad de nuestra causa, o acaso para excluirlos de la mesa del padre. Nada que ver. No hay barbarie ni nazismo, ni supremacismo en nuestra mirada, aunque hayamos pedido a nuestros hijos que no mezclen su sangre con la del extranjero usurpador; porque, entre otras cosas, el pasado nos ha enseñado en todos estos años de silencioso rencor -y nosotros lo hemos aprendido- el sibilino arte del fingimiento: la única virtud que en realidad nos hemos atrevido a cultivar. Nunca nos reconoceremos en esa imagen que el espejo proyecta, porque hemos deformado nuestra mirada para adaptarla a nuestro ensueño.

Nuestra causa es tan noble en su misma raíz que nadie podría creer que haya algo de venenoso en sus frutos.


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