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  • Foto del escritorJavier Ortega Allué

Del aburrimiento mortal.


Los suizos, tan dados a la seguridad como los franceses a los circunloquios, acaban de inventar un nuevo síndrome, al cual, a base de darle un nombre, hemos concluido por dotarlo de alguna incierta realidad. Es lo que tienen las palabras, que conjuran. A partir de ahora, cuando sienta trazas parecidas de lo que me sucede a menudo, ya sabré lo que me pasa, pues le habrán dado un nombre que lo designe. Así funciona la ciencia, categorizando la realidad y estableciendo nexos arbitrarios con un cierto fundamento in re, que habría dicho Aristóteles de haber hablado latín. Y puesto que tenemos el nombre, pronto tendremos los pacientes. Nombrar, pues, provoca efectos. Y, en el caso de los síndromes, el principal efecto es la identificación. El nombre nos permite ver nuevos pacientes y a ellos identificarse con lo que se describe. Donde antes había simple tedio, hay ahora una suerte de trastorno del estado de ánimo, que es como decir que somos de humores cambiantes y desperdigados, ligado a los trastornos que padecen las personas por el hecho de trabajar. Yo cambio de humor, dentro de una cierta estabilidad, varias veces al día. No puedo evitarlo, por más que lo intento, pues la realidad me afecta y no consigo dejar de interpretarla y darle algún sesgo, bien que me pese. Y eso por hablar sólo de la realidad. Luego están los otros, esa parte principalísima de la realidad con que me topo, y lo que hacen y me provoca. Ni les cuento.

Volviendo al tema, antes se hablaba de monumental tedio, de un tedioso aburrimiento, de un aburrimiento mortal, aunque nadie se murió nunca de ello, que me conste. De niño me aburría varias veces al día y lo expresaba como lo suelen hacer los niños, con una queja a mis mayores. Mi madre siempre me respondía de la misma forma (hay algo de Pitia en algunas mujeres): «pues cómprate un burro», frase que encerraba arcanos que nunca llegue a desvelar, pero que ahora me veo repitiendo cuando mi hija me dice: «papá, me aburro». Entiendo que hay poca pedagogía en la mentada frase, pero es que frente al aburrimiento uno tiende a no andarse por las ramas: aburrirse, a ciertas edades, no es fatal, es inevitable. Algunos psi defienden el aburrimiento como una suerte de preparación para la creatividad, a esa tierna edad, porque ignoran que el aburrimiento se abate con torrencial potencia en los años adolescentes y en la escuela también, torciendo vocaciones y voluntades. El aburrimiento es siempre menos malo que esos papás que se esfuerzan denodadamente por hacer la vida de sus vástagos pura y genuina diversión, y que se gastan los caudales en jueguecitos electrónicos para tener al niño entretenido en lugar de dejar que se aburra soberanamente. Hay papás que a la puerta de la escuela despiden a sus hijos con una bendita maldición, diciéndoles: «Que te diviertas», como si el aprendizaje y la diversión hubieran siempre de ir de la mano, lo que es a todas luces un pío deseo sin más, y una turbia profecía.

Ahora se habla de la continuación de ese aburrimiento vital en el trabajo como síndrome del boreout, cuando las tareas que uno realiza en él son poco significativas y carecen del mínimo interés para el propio trabajador. Por tener, el asunto tiene incluso una página web sobre el tema, dedicada a los dos autores que más han hablado hasta ahora del mismo y que no son, curiosamente, ni psicólogos ni psiquiatras, sino restos de otros pecios que han venido a recalar en esta temática entre la psi y la dirección de empresas porque han descubierto el ostracismo al que la psicología había enviado al antiguo tema de la motivación y han encontrado en él un lecho virgen para obtener dividendos. He aquí que ahora los trabajadores están desmotivados y la preocupación de los jefes es la de volver a motivarlos, que es como querer echarle sal a la sal para que tenga sabor.

La motivación es asunto curioso que regresa ahora a nosotros como vuelve el boomerang después de haber cruzado algunos cielos desconocidos y aventureros. Feliz regreso, sin duda, que nos llena de alegría, pero que nos provoca alguna suspicacia, no vaya a ser que también nosotros pensemos que todo trabajo ha de ser pura diversión y que sea eso lo que acabemos entendiendo por estar motivados. Ojalá lo fuera, aunque no hay ninguna ley que obligue a que ocurra esta ocurrencia nuestra. De hecho, no parece que la diversión sea el mayor de los motivadores internos del sujeto, ni mucho menos. Yo no aspiro a divertirme trabajando, aunque a menudo me divierta mi trabajo. Aspiro a tener retos ante mí, que estén a la altura de mis capacidades, para lanzarme a ellos de cabeza y sin dudarlo. No soy amigo de las repeticiones que traen consigo el fardo de la desdicha pegado a las espaldas. Ni quiero tampoco facilidades en mi labor, que me conviertan en resorte y mero automatismo. No sería capaz de pasar mi tiempo viendo la vida deslizarse como desde el cristal de una pecera los peces nos miran, absortos y meditabundos, sintiendo cómo se agostan mis ideas y cómo me vuelvo un rumiante desganado, que contempla el horizonte vital como las vacas el fondo del paisaje, sin curiosidad ni anhelo. No quiero facilidades, sino retos. Que me pongan el mundo a la altura de mis circunstancias y no me lo envuelvan en rebajas ni me lo vendan como saldo o baratillo. Que me espoleen para subir y no me lo pongan al alcance de mi sillón o del mando de mi televisor.

Estamos en riesgo, dicen, rodeados por todas partes por el aburrimiento, islotes tristes en el océano de la existencia, convertido ahora en patología laboral. Los trabajadores practican tareas repetitivas, que desganan al más pintado, mientras en la escuela la mayoría de los niños se empachan con gusto y gran deleite en copiar lo mismo que está escrito en el libro, con reiterada monotonía, que les hace felices y les distrae de la ingrata tarea de imaginar y pensar. Hay, pues, un entrenamiento de larga duración en las facilidades y repeticiones. Hemos querido la comodidad y ahora sabemos que nos desgana, porque evolutivamente necesitamos cimas que escalar y selvas para explorar. Sin metas ni objetivos, el viaje no va a ninguna parte. Por haber, hasta nos hemos inventado una industria del entretenimiento, quién nos lo iba a decir.

Quejarse es creer que el mundo nos debe algo por el mero hecho de existir. Quien se queja espera que Mamá le solucione los problemas o, como la mía, le rete a que se compre un burro. Ustedes, no se me pongan sensibles, eligen. Siempre.

Fragmento de Los problemas del mundo


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