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  • Foto del escritorJavier Ortega Allué

Fragilidad de la vida.


La vida se ha vuelto más compleja y, sin embargo, y paradójicamente, parece más fácil vivir ahora que debió resultarlo en otros tiempos. Hay más comodidades y lujos al alcance de más personas. Al menos, así ocurre en las sociedades del llamado primer mundo, pero es un fenómeno irreversible que comienza a afectar a todos, acaso interesado efecto de la globalización. Vivimos como protegidos en el seno caldeado de un útero electrónico y virtual. Todo lo que funciona a nuestro alrededor depende de pequeños mecanismos y microprocesadores, intangibles y casi invisibles, veloces y mudos. Las tragedias siguen ocurriendo con la misma devastación que en épocas pretéritas, tiempos antiguos en los que a todos los hombres les tocó afrontar algún padecimiento histórico, una guerra, una hambruna, una catástrofe. Ahora conocemos cuanto sucede en el extremo más alejado de la tierra y asistimos como testigos de piedra al desfile de las imágenes atroces que el televisor destila en nuestras retinas. Las guerras se han vuelto inodoras y los muertos, estadística y número. Quizás por debajo de la fina piel de la cultura y el progreso lata sincopadamente la sangre de la barbarie. Pero nos hacemos la ilusa ilusión de que lo que sucede en esas tragedias sigue un ritmo que nos es ajeno y del cual no participamos. El progreso ha traído consigo la ilusión de una incierta estabilidad.

Pues nada más frágil que la vida cotidiana que hoy llevamos. Nuestra existencia diaria se asienta sobre unos intangibles en los que pocas veces pensamos, precisamente porque sólo en algunas ocasiones fallan; aunque, cuando lo hacen, ocurre de un modo rotundo. Roma cayó por la fuerza penetrativa de los bárbaros contra sus fronteras, que tardo casi cien años en alcanzar un punto crítico de no retorno. Nuestra civilización tendrá si cabe un final más rápido y menos heroico, cuando las máquinas, simplemente, dejen de funcionar. Hemos puesto en ellas toda la confianza y la seguridad aparente en la que vivimos, pero eso ha hecho del vivir un asunto de enorme fragilidad. Basta un fallo para que los muros que nos protegen se resquebrajen y la vida civilizada vuelva al caos. Ya no se necesita la fuerza telúrica de la naturaleza ni el avance imparable de las tropas enemigas; el cáncer que nos consume está dentro de nosotros mismos y es la ignorancia que ha generado la comodidad en que estamos aposentados. Ni por un momento se nos pasa por la cabeza que el apocalipsis pudiera iniciarse con un fallo en los sistemas que hacen funcionar la vida cotidiana, porque nos parece que alguien ya los ha tenido en cuenta y ha inventado estrategias para corregirlos y superarlos. Vivimos en la misma virtualidad con que el progreso ha ilusionado nuestras existencias, aferrándonos con desesperación al móvil y asomándonos con curiosidad a la ventana de nuestro ordenador. El progreso, que tanto nos da, ha hecho más frágil la vida y ha convertido en más incierta su continuidad. Pero no por el progreso en sí mismo, sino porque nos hemos convencido de que funciona sin nuestra colaboración.

Fragmento de Los problemas del mundo

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