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  • Foto del escritorJavier Ortega Allué

Fruición vital.


Los terapeutas trabajamos con el sufrimiento ajeno porque tenemos en alta estima el sentimiento propio de disfrute de la vida y el gozo de la existencia. Cierto que hay, como en botica, toda clase de personas entre estos que hacen de la terapia su profesión; pero en mi experiencia personal he podido comprobar que la mayoría de los buenos terapeutas, si no todos, más allá de la competencia profesional que cada cual tenga en función de su entrenamiento y de la experiencia vital que haya adquirido al vivir reflexivamente, son personas capaces de entrelazar su vida con ese raro entusiasmo por la existencia que se encuentra en el nudo de muchas vocaciones insobornables.

Soy afortunado porque aún no he conocido a un buen terapeuta triste. He tenido la suerte de compartir muchos momentos de placer y de alegría con mis colegas, igual que he disfrutado tiempos de intercambio y nutrición intelectual con ellos. De ser alguna cosa, valga la expresión, mis colegas han sido, sobre cualquier otra característica que pudiera definirlos con rigor, intensos y apasionados. Tengo para mí que esto debe de estar relacionado de algún modo con lo vocacional de este trabajo, lo cual no le quita un ápice a su profesionalidad pero le añade un plus que lo hace interesante. A veces pudiera uno sentirse tentado a decir que vocación y profesionalidad componen un imposible matrimonio de antagonismos irreductibles; y que el profesional debería revestirse, cual viejo sacerdote, de unos hábitos que le otorguen cierta dignidad distante ante los demás: una seriedad impostada y una sabiduría ajena como de brujo de la tribu; y tal vez, incluso, que habría de hablar con la voz interesante de un Minuchin preguntón o con el desenfado creativo de un Whitaker posmoderno o desde la sabiduría paradójica de un Erickson a la italiana. Imposturas y cartón piedra que se detectan a la legua cuando se tienen ojos para escuchar y oídos para ver. Originalidad prestada que sólo ligeramente participa del modelo, sin acabar de ser siquiera una buena y lograda imitación del original, que a nadie sino a sí mismo copió en su momento.

No son muchas las profesiones en que andan tan a la mano el trabajo y la vocación. Hay que sentir un interés genuino por las vidas ajenas para poder de veras trasladarse de la propia a la de los demás, en una suerte de emigración existencial de ida y vuelta. Los otros son el gran misterio, la gran aventura, la terra ignota. Y hay que estar muy cerca de uno mismo para iniciar este incierto lance que es siempre el viaje hacia los otros. Sostener durante un tiempo su sufrimiento es el reto que hemos asumido como profesionales, a menudo esperanzados, entrenados como estamos para detectar los recursos y las competencias que aún habitan en los demás, sin las cuales nada podría hacerse, pues a saber cómo se podría trabajar con lo que no hay o con lo que nunca existió. Aunque sobre esta cuestión de los déficits y carencias ya habrá tiempo para reflexionar en alguna otra ocasión, pues es un error de principiante pensar que las técnicas por sí solas o las pautas en sí mismas pueden hacerse un sitio en el hueco que las incapacidades dejaron, sustituyéndolas.

Advirtamos aquí, pues, que más allá de la variable calidad humana que poseen los grandes terapeutas que yo he conocido, y no han sido pocos lo que en estos años he tenido el gozo de tratar, está el hecho innegable de la compartida fruición vitalista que emanaba de su forma de intervenir con las familias, fruto sin duda de la pasión con que afrontaban la vida, la propia y la del extraño. No estoy hablando de ser mejores personas, que ese es un tema moral sobre el cual no entraré a debatir aquí, sino de la intensidad que fluye de su actividad en ejercicio. Pues no hay nada más apasionante en esta vida que tratar de conocer al prójimo y ganarnos, durante unos preciosos instantes, el derecho a ser testigos y hasta participantes activos del drama en que toda vida consiste.

Sin esta pasión ordenada, prudente y racional, pero intensa y desbordante, no hay terapia que valga. Pues para ayudar a vivir con menos sufrimiento hay que amar verdaderamente la vida y sus tareas, la existencia y sus límites. La ajena y la propia, sin duda; y nunca la primera por encima de la segunda. Hacer terapia no es hacer caridad. Ni siquiera es caridad, a mi juicio, la que entiende que el amor al prójimo ha de situarse por encima del amor a sí mismo. Sólo hay capacidad terapéutica cuando hay, al menos, una cierta plenitud y un exceso de vitalidad desbordante, cuando uno siente en sí el lujo pletórico del vivir con intensidad apasionada. Ignorar esto y sustituirlo por toda clase de técnicas es desconocer el papel que juega el profesional y la implicación personal que tiene en cada intervención.

De donde se deduce esto otro, a modo de corolario: no todo el mundo sirve para todo, ni siquiera a base de entrenamiento.

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