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  • Foto del escritorJavier Ortega Allué

Sentido de la (mi) vida.


Si alguien se atreve a preguntarme, osado, si la vida tiene sentido, tropezará con mi respuesta más concisa y rigurosa: no.

No en sí misma, suponiendo que pensarla así, como mera abstracción, nos fuera posible. Pero no hay vida fuera de mi vida, y mi vida es siempre la lucha de mí mismo contra un mundo extraño que se confabula a mi favor o se pone en mi contra –unas veces de una manera y otras de otra- para construirle algún sentido a mi vida.

Nos basta observar a los demás para darnos cuenta de que, si bien la vida no es en sí ni justa ni bella ni buena, como decía Nietzsche, la vida humana concreta de cada cual contiene esos tres elementos que la juzgan, ponderan y salvan en la más nimia de sus acciones. No hay un sentido externo a mi propia vida, pero mi vida es una lucha perpetua por ir arrancando espacios de sentido a mis acciones. Vemos así, por ejemplo, a los buenos padres de familia, hombres y mujeres que se sacrifican día tras día para traer una nómina a casa y darles a los hijos lo que piensan que estos necesitan: casi siempre amor y un cierto ejemplo o modelo de existencia.

Advertimos por todas partes esa lucha hacia la creación de sentido, frente a la cual nuestra vida sería un vagar sin rumbo ni destino. Como sucede en los viajes, el final de todo marca el recorrido, pero el viaje no consiste en llegar a una parte, sino en la acción misma de ir paso a paso recorriendo los paisajes del mundo, hasta llegar al destino que justificó tal esfuerzo. No había, previo a este viaje, ninguna ruta por recorrer; nada estaba escrito por anticipado y no fuimos meras marionetas movidos por una fuerza incontrolable que pudiera consolarnos en la aceptación de la ergástula. Simplemente nos pusimos a andar hacia una meta que previamente habíamos imaginado en nuestra mente como proyecto o exploración, simple quimera. Salimos al mundo y comenzamos a vagar sobre su superficie, pero no de forma errática; no, al menos, durante la mayor parte de nuestro tiempo. No había un destino ajeno y todopoderoso, a excepción del inexorable camino hacia la muerte en que consiste la misma vida. No había tampoco guión ni señales, acaso ni siquiera camino, excepto el que nuestros pies al viajar fueron marcando. Y así es la vida una construcción continuada de sentido. Pero no lo hay ahí fuera, como si estuviera esperándonos para que lo adivinásemos.

Fuera, intangible, está la cultura que fuimos acumulando y que atesora otras formas en que los hombres dieron en inventar caminos, como memoria de sus territorios explorados. Y a veces nos dejamos llevar hasta esas zonas ya visitadas y nos sentimos como en casa, porque lo habíamos conocido antes de haberlo vivido. Pero no permanecemos durante mucho tiempo en tales territorios. No, al menos, como especie o siquiera como suma de generaciones. El mundo siempre es nuevo y siempre antiguo al mismo tiempo. No hay nada nuevo bajo el sol, pero todo es así mismo distinto. Hay que caminar, aunque algunos hombres se afanan por caminar sobre las pisadas de otros, sin atreverse a salirse de las veredas ya trazadas, no fueran a dar un mal paso que diera con sus huesos en la tierra. Hay también algunos más osados, que apuntan con el dedo a ese horizonte inexplorado que quieren visitar, y como nuevos Alejandros, sienten la invitación de esa lejana línea y van hacia ella buscando dónde nace el sol. No es el destino, sino el viaje lo que importa; y ahí es donde está el sentido, no en la meta. Al final, como recuerda Pascal, siempre encontramos lo mismo: la paletada de tierra sobre el rostro. Pero es no es lo importante, sino sólo lo definitivo. Lo que realmente ha de tenernos enaltecidos es el camino que vamos recorriendo y las revueltas que en el mundo demos. Finalmente seremos aquello que hicimos, el resultado de nuestras acciones.

La vida se conjuga como verbo: caminar, vivir, amar.

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