top of page
  • Foto del escritorJavier Ortega Allué

Meditatio mortis


Decía Spinoza que el hombre libre en nada piensa menos que en la muerte y que su meditación no es una meditación sobre ella, sino sobre la vida. Sin embargo, no ha habido filósofo que no haya hecho de la muerte materia de su reflexión. Ya lo viejos griegos se denominaban a sí mismos los mortales, para diferenciarse en esa condición de la melancólica existencia sin fin de los inmortales. Morir, dormir, tal vez… y en este tal vez del poeta se encierra una de las posibilidades fantaseadas por el hombre, que la vida no concluya aquí entera, que todo no sea para la nada. Ningún otro animal sabe que ha de morir, aunque muera; ninguno ha fantaseado nunca con su supervivencia más allá de la limitada vida mortal que padece. Sólo el hombre ha esperado.

Pero la muerte acosa al hombre y la constancia de su continua presencia le lleva a vivir de un modo diferente; vida que se mueve en el arco que tendemos entre la desesperación y la resignada anuencia del hecho desnudo o la fe confiada en otra vida. Nada importa más al humano que la muerte de los seres queridos, ni siquiera la propia. Es ahí, en el nunca más casi eterno que se extiende en el limitado tiempo de nuestra existencia donde nos encontramos con el morir como despedida definitiva de aquellos a los que amamos, y, en ocasiones, con la sensación culposa de no haber hecho lo que se debía, ya sea porque no los amamos lo suficiente o porque, amándolos, no encontramos el momento de hacérselo saber, dando por supuesto que habría tiempo de sobra para hacerlo algún día. Y de todo lo que traemos entre manos, es del tiempo de lo que menos disponemos. Nadie sabe cuánto habrá de vivir ni cuándo la muerte reclamará su diezmo a la vida, ya sea a la propia o a la de otros. Es la muerte la que nos exige vivir al día, cada momento con idéntica intensidad de lo que sabemos que habrá de desaparecer en el siguiente instante.

Vivir conscientes de ello le da a la existencia una cualidad diferente, que ningún animal que se limita a existir sospecha. La muerte como horizonte definitivo, lacerante, descanso y olvido a un tiempo. Cuando uno muere, un universo entero se cierra y apaga, y el mundo se empobrece. Ya no está, y ya nunca estará. Y este nunca lo pronuncia alguien que tampoco recorrerá el infinito tiempo sino otro lapso limitado. Un nunca, pues, repleto de relativismo, pues sólo nos indica que, para aquel que habla o piensa, aún le resta algo de tiempo, unas migajas.

Lo doloroso, pues, no es la muerte propia, acaso porque tenía razón Epicuro cuando señalaba que cuando ella esté a nuestro lado, seremos nosotros los que estemos lejos. Nada, pues, nos quitará la muerte, porque de nada nos sentiremos arrebatados. Sin embargo, la muerte duele cuando, estando próximos siempre, no nos toca a nosotros, sino a otros, cercanos y familiares. Cuando somos testigos de la muerte de otros.

Hay que estar preparados, nos recuerda Montaigne, hay que ser previsores. No podemos vivir con miedo a la muerte, pero aún menos se vive desde la inconsciencia de quien cree que a cada mañana le seguirá inexorablemente otra, porque habrá algún amanecer que no veamos. La reflexión sobre la muerte es, pues, en el fondo, una vívida meditación sobre la vida y su valor. La muerte hace que este tiempo por el que transcurrimos sea valioso, insustituible e irrecuperable. Aprovecharlo con intensidad es el único mandamiento que no debemos olvidar. No hay otro carpe diem más apasionado que el que deriva de la certidumbre de que hemos de morir. Debemos recordar las palabras del filósofo de Samos, quien nos advertía que, a causa de la muerte, vivimos en una ciudad sin muros. Así, pensar en la muerte nos hace libres.

Fragmento de Los problemas del mundo


324 visualizaciones0 comentarios

Entradas Recientes

Ver todo
bottom of page