Javier Ortega Allué
Consejos, gota a gota.

Hay psicólogos que invierten todo su saber en levantar contra lo inesperado un mundo sensato trenzado de consejos infinitos. Consejos los hay para cualquier paladar y, en general, no soy nadie para discutir su bondad, preñados como vienen de la experiencia que destila el sentido común. Lo único que constato es que, a pesar de llevar consigo tan apoderado compañero –el sentido común- fracasan no bien salen de la boca de quien los enuncia, la mayor parte de las veces porque ni siquiera fueron solicitados por aquellos a quienes van dirigidos.
El psicólogo debería recordar aquel viejo dicho castellano que nos advierte que consejos vendo y para mí no tengo y obedecer la vetusta conseja, abandonando la esperanza que sobre ellos deposita, en la creencia de que aconsejar produce cambios en las personas o, al menos, los orienta y fuerza a recapacitar. Hay que hacer algo, se dice el psicólogo enfrentado a los vívidos problemas existenciales que le plantean los usuarios por el mero hecho de atribuirle cierta familiaridad con el sufrimiento y sus consuelos. Y este algo consiste en adobar el gusto de la vida ajena con la salazón picante de los buenos consejos. Consejos y sentido común son como esa pólvora mojada, que amenaza pero no prende.
El problema no es que los consejos sean malos. Ya digo que muchos de ellos vienen prohijados por el sentido común, por la experiencia acumulada, por el filtrado de los años y las vivencias, que decantan el ímpetu salvaje que hay en el mero vivir sin análisis ni reflexión y le dan cuerpo y sabor. Algunos hombres viven tan sumidos en el acontecer diario que se diría que apenas disponen de tiempo para aprender de cuanto les sucede o los ocupa, como si todo fuera fruto de un azar arbitrario e injusto.
No, los consejos no son malos, excepto porque aparecen en el peor de los momentos: sin haber sido invitados, sin esperar a que la puerta de la vida ajena se halle al menos entornada, sin que el psicólogo caiga en la cuenta de que a menudo, tras la queja del prójimo, la puerta sigue cerrada a cal y canto, pues no es la queja una invitación a actuar, sino tan sólo a aliarse. Me quejo para que veas el mundo como lo veo yo; mi queja pide a gritos una confirmación, no un consejo.
Los consejos son, sin duda, invitaciones a la reflexión, pero que se ofrecen desde el convencimiento de que el otro será incapaz de pensar en el asunto de forma adecuada por sí mismo y precisará de esta sabia voz externa para que le arroje algo de luz sobre el camino por el que transita ciego e impreciso. Aconsejar es una arte difícil. Demasiado para hacerlo sin freno ni medida. No es ese el oficio del psicólogo, aunque lo ignore a menudo, ni del profesor, que lo ignora siempre. Cuando aquel se empecina en dar consejos -de este otro no hablaremos-, es la ansiedad de pasar por mal profesional a ojos de los testigos lo que le impulsa a engarzarlos como si de las cuentas de un rosario se tratara. Comete un error por exceso, creyendo que la queja es una petición de ayuda. Es incluso posible que ese psicólogo ingenuo parta del supuesto de que la vida dispone de un recetario de soluciones que él, tras años de estudio y esforzada dedicación, ha conseguido llegar a dominar. Detrás de los consejos se esconde con frecuencia el miedo a no actuar, a que te tomen por lo que no eres (un mal profesional), o incluso el imperdonable desacierto de creer que nos hallamos en una posición superior y que podemos hacernos cargo de la vida de los otros, tanta es la sapiencia que hemos adquirido o creemos que se nos supone.
Pero, frente a los consejos, yo propongo la necesidad de las buenas preguntas. ¿Y qué son las buenas preguntas? Aquellas que el interpelado aún no se ha hecho y que le ayudarán a desbrozar, con su clarificación, el camino hacia la acción a partir de la propia información que obtenga de sí mismo. Nadie puede vivir la vida de otro, ni sustituirlo en nada esencial. Sabemos por experiencia que los hijos no aprenden de los buenos consejos que destilan sus padres, sino de las acciones que les ven emprender y con las que van determinando su propia existencia. Los consejos son como el perfume, una pequeña gota es suficiente, un baño en ellos provoca arcadas de náusea.
Es difícil, sin embargo, situarse en la posición del no saber, en la disposición de hacer buenas preguntas. Un terapeuta avezado es aquel que sabe preguntar. Entre los signos de interrogación se abre todo un mundo inexplorado, un abanico de inciertas posibilidades, y se invita al así inquirido a dar una respuesta con sus actos que ningún consejo puede venir a sustituir. Cuando aconsejamos en demasía ponemos en duda las capacidades y los recursos de los otros y nos ganamos a pulso la decepción que acompaña siempre a las palabras que se gastan en el aire, disparos de fogueo.
Si aún fuera necesario, bastaría que nos fijáramos con atención en los gestos que imperceptiblemente se manifiestan en el rostro de quien aconseja, el semblante severo, la voz engolada, la mirada puesta en un porvenir nefasto que parece advertir si no cumplimos con lo que se nos aconseja, el tono serio con que se enuncia la más manida vulgaridad y se viaja por el tópico como si se estuviera abriendo paso por tierras ignotas y no por el vulgar lugar común al uso, ese que se habita sin pensar. Miremos ahora las diferencias que se abren en el rostro que interroga sin jactancia pero con curiosidad. Es el rostro del filósofo que pregunta al mundo y espera que éste le responda. Aguarda, sostiene la respiración con paciencia, a la espera de que algo se manifieste. No se precipita, no se impacienta. Hay en la pregunta una jovialidad irónica, una alegría profunda y una hermosa curiosidad, cuando el que pregunta no es un policía, sino un hombre con ganas de conocer el paisaje inesperado de su prójimo, la vida del otro, que es aventura, y sus destinos, que son incertidumbres. Nunca se hizo la filosofía de doctos consejos, sino de abiertas preguntas. Tampoco se hará así terapia, que es otra forma de indagación. Si queremos que la puerta se abra, hagamos las preguntas pertinentes. Y espero que nadie tome esto por un consejo…
Fragmento de “Los problemas del mundo”.