top of page
  • Foto del escritorJavier Ortega Allué

Empaquetar la vida.


Los muertos dejan al partir huellas de su paso por la existencia. Nos quedan sus recuerdos, que se desvaen. Las fotos que enmarcan instantes de felicidad y plenitud, cuando aún había vida. Y el resto de los objetos que acompañaron su paso por el mundo. Objetos cotidianos y sin trascendencia, sin apenas otro valor que el que deriva de haberlos sostenido entre las manos, o con la mirada un instante. La vida es lo que hacemos, y también el hueco de lo que dejamos por hacer. Pero sin duda es parte de la vida esa callada compañía de los objetos, que nos sobrevivirán como las huella sobreviven a la pisada en ese tiempo frío en que ya no estemos.

El abandono y la pérdida nos duelen, pero se sufre también y no menos por la presencia de las cosas que nos recuerdan al que partió. Cosas que hay que empaquetar, que guardar, acaso que conservar para la nada, fugaz indicio de nuestro rápido tránsito por este mundo.

Y de pronto los vivos, los que de veras aún importan, quedan atrapados por esos objetos que enhebraron un día otra vida y le dieron cuerpo y consistencia. En ellos está, sin estar, el amor depositado y lo que un día pudimos por fin escuchar o lo que, por el contrario, nunca se dijo por pudor o descuido. Los objetos perdidos de los muertos nos conminan a no ser cicateros con la vida ni rancios con la expresión de las emociones. Decirlas, hablarlas y compartirlas nos hace más humanos.

La vida se parece mucho a la música. Como ella, tiene tono, ritmo, intensidad; nos hace vibrar o nos conmueve hasta la médula y deja, al llegar el silencio, el recuerdo de la pasión con que se tocó la composición. La vida nos exhorta a ser músicos y a gozar del baile mientras dure. El silencio de la sala vacía y de los instrumentos callados nos recuerdan el placer que nos proporcionó la pieza y su regusto, vibrante aún en nuestros oídos. Mientras dure, pues.


94 visualizaciones0 comentarios

Entradas Recientes

Ver todo
bottom of page