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  • Foto del escritorJavier Ortega Allué

VOLVER (1)


No hay que dar mucho crédito a las letras de las canciones, aunque se conviertan en pedestre lugar común. Como les sucede a los poetas con las engañosas musas, las canciones nos vienen a decir una cosa y su contraria, de modo que quien busca en ellas inspiración o guía puede siempre encontrar el verso justo, la estrofa precisa, no la que le desvela una nueva perspectiva, sino aquella misma que íbamos a buscar porque ya nos era de antemano conocida, y, por tanto, resultaba inútil reiterarla, por sabida. Ese es el lugar común, el tópico. Sus letras, pues, sirven lo mismo para un roto que para un descosido, dependiendo de cuál sea el estado de ánimo que nos embargue al tararearlas. Cuanto más fugaz sea el sentimiento que ilustra la música, mejor parece que nos cala y nos desnuda.

Andaba pensando esto, o algo parecido, en el mismo instante una conocida melodía empezaba a conformarse embozada entre mis dientes, cuando caí en la cuenta de estar a un paso de lanzarme a cantar el viejo tango de Gardel, Volver, de cuya letra magnífica todos hemos hecho uso alguna vez cuando intentamos relativizar el paso -y aun el peso- del tiempo frente a la brevedad misma de la existencia. Hay, pues, en el tango, una gran verdad; una verdad del mismo calibre, al menos, que la mentira que nos enuncia. Tal vez sea cierto que, frente a la fugacidad propia de la vida, veinte años apenas cuenten. ¡Qué me dice usted, veinte años, una minucia! Pero, en sí mismos, veinte son entera una vida o, como poco, el tiempo de una de sus largas estaciones.

Debemos a los griegos el elegante legado del esquema de un mundo sometido aún a los rigores del calendario agrícola, y que nos hablaran de las cuatro edades por las que atraviesa el corazón alterado de los hombres: la edad de oro, cuando todo es aún promesa, inconsciente infancia; la de plata, cuando ya apunta el camino hacia el logro o el fracaso; la de bronce, que contempla con melancolía la cosecha que se pronto recogerá; y la de hierro, agraz, ingrata y antipática, escuálida edad para muchos o de plenitud y abundancia para los menos. Ni siquiera esas edades se prolongaban entonces por veinte años, quién iba a imaginar una vida tan longeva. El camino era más breve, la esperanza más tenue, sólo la tumba resultaba menos acogedora porque aunque la vida fuera dura, encerraba secretas dulzuras; de ahí que los vivos aún esperasen que la tierra les fuera, a los difuntos, liviana, como deseaban que así fuera el recuerdo de los ausentes entre ellos. Al final, cuando la vida se marchitaba, quedaba sólo el nombre; el recuerdo inscrito en piedra, hasta que el mismo tiempo lo fuera difuminando poco a poco. La piedra nos recuerda que nada permanece, salvo este instante en que todo es, en plenitud. Instante que viene y ya se está yendo, como la vida, eterna fuga.

Y sin embargo, he vuelto. Sintiendo que otra vida se vivió sin mí, he regresado allí de nuevo. Y al volver he recuperado a muertos que nunca murieron, recuerdos que han ido resucitando con el paso quedo de la melancolía. Ha vuelto a alumbrar mis ojos la luz del desierto, el paisaje arcilloso, el cielo entero de una vida que ha seguido su curso lejos de mí como yo he seguido siendo lejos de ella. Hay, en el regreso, una prueba de esa felicidad del círculo que no avanza sino que se repite y profundiza y que cava cada vez un surco más hondo y pleno. Errátil parece la vida cuando se camina en círculos, pero esto es sólo apariencia. Quien va hacia lo recto renuncia a todos los caminos, a los atajos que nos tientan, a los paseos se entrecruzan, al dulce vagar del viajero curioso. El mundo invita a la curiosidad.

Fragmento de Los problemas del mundo

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