Javier Ortega Allué
VOLVER (2)

Alguien me dijo: “Ya nada es lo mismo” como si dijera que “ya no se puede recuperar lo no vivido”. Y esto es en parte cierto, aunque lo no vivido nos acompañe siempre en la vida como una sombra o un trazo esfuminado pero presente. No sólo soy aquel que hace lo que hace, sino que aún hay mucho en mí de aquello que dejé de hacer, de aquello que no se concluyó, de los caminos que no se recorrieron y los paisajes que no se hollaron. Soy un ser de posibilidades inconclusas.
Uno es también el hueco y el vacío, sin los cuales no puede haber profundidad. Y es cierto, además, que ya nada es lo mismo, acaso porque nunca nada puede ser lo mismo y hay en esto mucho de deseo y mucho de ilusión y fantasía. Creer que volveremos al paraíso perdido, esa quimera. La vida se conjura para no detenerse nunca. Estamos en movimiento, vivir es continuo, inexorable desvivirse. Volvemos, pues, a un lugar que fue el paisaje de una adolescencia feliz y al arribar al él descubrimos que es ahora el paisaje feliz de la madurez. No hay asombro en esto, sólo constatación. Hay personas cuyo viaje ha trazado una circunferencia más amplia, otros apenas han dibujado un círculo menor. El mundo parece más seguro cuando lo abarcamos de una sola vez, con una mirada, cuando nos es familiar.
He regresado a un mundo, pues, que debería haberme parecido familiar y, sin embargo, ha habido también en él mucho de extrañeza y muchos extraños. Al alejarme durante veinticinco o treinta años, ha transcurrido la vida entera de cada cual como si las existencias hubieran corrido en paralelo, sin mirarse, sin puntos de contacto. Hoy lo amigos tienen hijos a los que no he visto crecer y han hecho de padres aunque yo nos los pueda siquiera imaginar en tal papel. En mi memoria, ellos han seguido anclados torpemente en un pasado que ya no existía. Les he dado una cierta pero breve eternidad. No los he visto envejecer, aunque han envejecido, según constato. Yo también he debido ir haciéndome viejo, pero no me percaté. Algo de ese paisaje de la adolescencia se mantiene aún en pie, pese a descubrir que las calles y casas de la aldea han envejecido como lo hacen los hombres, aunque a su ritmo.
Es difícil perseguir las encontradas sensaciones que se producen cuando dos mundos así se superponen. Por todos los rincones trato de hallar huellas del pasado en el presente, y todos los rostros me devuelven fragmentos remozados de novedad, expectativas nuevas, anhelos diferentes pero miedos parecidos. Estuve mucho tiempo en silencio, familiarizándome con el recuerdo que mis fantasmas habitan incólumes e intangibles. Y luego el tiempo ha caído sobre mí como un mazazo, no de dolor, sí de perplejidad. Veinte años tal vez no sean nada, pero veinticinco o treinta son la vida entera y la prueba irrefutable de su fugacidad.
Contemplo este mundo en el que fui con algo de nostalgia, pero sin tristeza. Me siento feliz de haber trazado ese círculo con mi regreso. He descubierto algo que ya sabía: que la amistad permanece. Y otra cosa que preferiría seguir ignorando: que muchos fueron comparsas y actores muy secundarios de aquello que viví. El amor permanece y, por perseverar, se acrecienta; porque uno valora que luego de treinta años aún persista. Al apuntar el nuevo día, decía San Agustín, nos examinarán en el amor. No lo comprendí entonces como lo siento hoy. Yo sé ahora que el amor se mantiene sobre el recuerdo y la memoria, uniendo el pasado con el presente, tendiendo puentes, estableciendo lazos, no cadenas. Otras cosas las arrastra el río del tiempo, no al amor. Fuera de él sólo somos exiliados.
Vuelvo al paisaje de mi adolescencia hecho ya un hombre maduro. No me siento extranjero aquí. Donde está el amor, ahí habitamos.
Fragmento de Los problemas del mundo