El objetivo último de cualquier terapia es hacer que los componentes de la familia sean al final sus propios terapeutas. Es decir, que asuman las responsabilidades sobre sus vidas y amplíen en la pertenencia y en la individuación el significado de las experiencias de la vida, cuyo fundamento de creencias y certidumbres ha podido quedar acaso provisionalmente perturbado por un hecho crítico como es la muerte de un ser querido. Esta perturbación puede ser una oportunidad de oro, pues permite ampliar el espacio de la complejidad, de la incertidumbre y del no-saber. La confusión es la matriz del cambio y de la apertura de horizontes de mayor complejidad y profundidad. Estos estados aporéticos o de perplejidad anuncian el crecimiento integrador de la persona. Nadie sale de ellos como entró, igual que nadie sale de una terapia como estaba, si ésta ha sido en algo efectiva.
Por eso la muerte es también una experiencia de la vida, porque sobre todo es una experiencia para los vivos, para los supervivientes. Yo leo el duelo como un momento de remoción de las antiguas certidumbres, que apunta hacia la integración del individuo y del sistema. No conseguirlo lo convierte en duelo cronificado.
El terapeuta evita hacerse cargo de la familia y evita que le vean como alguien que se va a hacer cargo, ocupando una metaposición con respecto de la familia, que le ayuda a mantener una visión externa de todo el grupo, guardando la distancia para no ser absorbido por la fuerza atractora de las emociones que están en curso y no tener entonces que asumir el control de lo que les está sucediendo. El juego terapéutico está en esta distancia-cercanía que el terapeuta maneja el en sistema terapéutico. Cercanía que le permite estar activamente empático con el dolor y el sufrimiento de los otros; distancia que le permite manejarse con ello en este contexto de incertidumbre. El terapeuta es receptivo a lo que sucede a las familias, pero no es responsable de lo que ellos hacen.
Tiene que ser, por ello, honesto en esta relación. Eso implica rechazar la traición que supondría ser artificialmente protector (Whitaker).
Pero la empatía, siendo una condición necesaria para el buen hacer terapéutico, no basta. Hay que tener también la capacidad de confrontación. Minuchin hablaba de su técnica de la caricia y la bofetada, que resume muy bien esto.
Hay que sentirse con la capacidad de desafiar a la gente para que aborde los temas que no quiere tratar. Whitaker hablaba de “mordacidad”, actitud desafiante que nos lleva a creer que son más capaces de lo que ellos mismos creen ser y, por ende, no aceptar delegaciones de responsabilidad; otros terapeutas como Cecchin dedicaron un hermoso libro a la “irreverencia”: la capacidad para liberarnos de la ilusión narcisista, en tantos terapeutas, de que tenemos el control cuando en verdad trabajamos en un contexto de incertidumbre cargado de altísimas emociones.
La comunicación al final de la vida, intervención en las IV Jornadas sobre el duelo: ayudar a vivir el final de la vida.
31 de mayo y 1 de junio de 2016.
Sant Pere de Ribes