Javier Ortega Allué
Fragmentos de una conferencia (y 8)

Al aprender a mirar a las familias desde la capacidad y la competencia, más que desde los déficits y las carencias, o más que desde lo que nosotros creemos que tendría que haber y no hay (¿y cómo haremos que exista lo que no hay?), el terapeuta ayuda a que ellos se vean también desde este coraje y estas capacidades, no como víctimas de lo que les ocurre, sino como agentes activos con capacidad para afrontar lo que les sucede. Ser irreverente significa también abandonar la creencia de que podemos hacernos cargo de la vida de los demás.
El terapeuta es un testigo privilegiado de cómo las familias transitan por algunos momentos del ciclo vital. Por unos instantes, las familias nos invitan a que les acompañemos, a su ritmo, por ese camino, compartiendo con ellos la búsqueda de soluciones que van a ir aplicando para seguir sus procesos vitales. Si la terapia va bien y es efectiva, les habremos ayudado a que se miren y acepten que tienen el poder de hacerse cargo de sí mismos, la responsabilidad irrenunciable de vivir sus propias vidas eligiendo el modo de hacerlo de acuerdo con sus propias capacidades y competencias.
Quiero terminar señalándoles una obviedad: los profesionales no podemos dejar de tener supuestos y prejuicios. Es inevitable y han ido surgiendo al amparo de nuestra propia historia y nuestro crecimiento existencial. Algunos se remontan a algunas generaciones atrás, y los hemos heredados como legados transgeneracionales. A menudo, esos supuestos condicionan nuestra mirada y el sesgo de nuestras intervenciones. No podemos evitar tener supuestos pero sí que nos constriñan por ignorarlos. Conviene que de vez en cuando echemos un vistazo al armario de nuestras creencias y suposiciones sobre el mundo, y, muy principalmente, cuando notamos cierta rigidez en nuestra forma de ver lo que nos rodea; es decir, cuando a brazo partido luchamos por no abandonar una hipótesis provisional o una creencia. Ahí tocamos hueso. Conviene seguir el mandato socrático que nos advierte que debemos conocernos a nosotros mismos. Es lo que está en nuestra mano cambiar, en el mejor de los casos, o poner en suspenso, en el peor.
Sobre la vida -y también sobre la muerte- hemos construido unas metáforas que contribuyen a condicionar nuestra mirada, Por ejemplo, desde la perspectiva de que la vida es progreso continuo (y esto es una metáfora) el final parece un punto y aparte absurdo y sin sentido. No para todo, por supuesto. Las personas con creencias religiosas pueden entenderlo como un punto y seguido y, por tanto, como algo que en relación a otra cosa tiene alguna forma de sentido. Pero desde esa metáfora de la vida como progreso es difícil afrontar las experiencias límite porque ellas nos confrontan con la idea de que con nuestra fuerza de voluntad podremos superar ese momento. La muerte de un ser querido es siempre algo ajeno a nuestra voluntad y este hecho nos lleva a darnos cuenta de que la voluntad no lo puede todo. Querríamos vivir, pero morimos. Querríamos haber hecho más por el otro, visitarlos más, estar más tiempo con él o ella, amarlo más, decírselo todo más; pero se fue, siempre demasiado pronto. Creer en la vida como progreso continuo nos empuja a esta fantasiosa y dolorosa conclusión del reconocimiento de esos sentimientos de impotencia frente al morir.
Pero si, en lugar de progreso continuo, cambiamos la metáfora por otra parecida pero distinta –la vida como proceso- nos resultará más fácil integrar nacimiento, vida y muerte.
Optar por una metáfora u otra es algo que está en nuestras manos hacer y también ayudar a hacer.
La comunicación al final de la vida, intervención en las IV Jornadas sobre el duelo: ayudar a vivir el final de la vida.
31 de mayo y 1 de junio de 2016.
Sant Pere de Ribes
#pautastransgeneracionales #miradaapreciativa #responsabilidad