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  • Foto del escritorJavier Ortega Allué

Un libro, "Stoner".


Acabo de cerrar las páginas de una novela que llegó a mis manos de modo casual, mientras leía la crítica de otros títulos diversos en un artículo sobre la ya manida “gran novela americana”, ese Moby Dick de la literatura allende el océano que conforma en sí mismo un género propio dentro del arte de narrar historias. La gran novela americana aparece cada dos o tres años como promesa o reclamo publicitario, y suele tratarse de un voluminoso volumen que ronda, sin desmayo, las mil páginas impresas, una cumbre o una heroicidad en estos tiempos de prisas y celeridades, como si con ello nos invitara a verla desde fuera, a acariciar su grueso lomo con aprensión, a sopesarla entre las manos y hojearla más que a leerla, dejando su degustación para más adelante. Por tamaño y peso, cualquiera de esos libros bien podría ser esa gran novela que se busca; pero al parecer no es sólo la magnitud de la obra lo que importa, sino también su intensidad. Uno imagina a esos escritores poseídos por la maldición de la gran novela, como Ahab lo estaba por la persecución redentora de la gran ballena blanca, ese mamífero inmortal que bufa expulsando chorros de agua en la misma línea del horizonte, al caer la tarde, como promesa o maldición.

Stoner no es la gran novela americana, porque es sin duda una gran novela. Un libro que se ha ido abriendo paso entre nosotros con el silente recato de las cosas que llegan para quedarse. Hace ya tiempo que su autor, John Williams, falleció, y más aún que dejó esta buena novela escrita. Desde entonces, su fama secreta no ha dejado de expandirse. Hay todo un club de lectores de Stoner que se reconocen en el subterráneo placer del encuentro cómplice, de la recomendación compartida y en el consuelo del descubrimiento póstumo.

Es curioso porque Stoner es una novela que habla de la vida de un hombre solo, de un hombre que ha sobrevivido conteniendo sus emociones, de un derrotado que gana la sabiduría porque ha sido vencido. Muy lejos, pues, del modelo vigente de triunfador que avasalla y conquista, ese héroe de relumbrón y alpaca. Stoner es un simple profesor universitario que evita la querella intelectual porque para él la vida es silenciosa entrega a su pasión por la literatura. En ella, como en un espejo, descubre todo aquello de cuanto se priva en la existencia. Es, pues, un extrañado, un habitante de la frontera, alguien que encuentra refugio en el lugar que acoge a los desadaptados, la facultad donde imparte año tras año sus clases y donde poco a poco aprende a mostrar, por boca prestada, la profundidad del mundo emocional que encierra dentro de sí.

La historia muestra que las historias se repiten, no en su forma, pero sí en su fondo oscuro. Los hijos, las de sus padres, ya sea porque huyen de ellas ya porque acabaron hipnotizados por su influjo letal. Hay en la vida una constante presencia de lo que ya sucedió a los otros, que nos dejaron eso como legado más o menos pesado o liviano. Pero esto es algo que sólo se percibe cuando enlazamos las herencias trigeneracionales de las personas. Hay quien revive entre nosotros la guerra civil en la que luchó o murió el abuelo, y quien reprime y aspira a olvidar el haber estado en el bando vencedor de esa historia y sus creencias. No existe el destino, pero hay una suerte de herencia transgeneracional en lo que hacemos, que la muerte de los seres queridos o las buenas novelas ponen de manifiesto. No huimos de lo que fuimos en otros, sino que lo revivimos para resolverlo o para dejarlo colgado sobre unos puntos suspensivos. Las historias de nuestros padres son la parte del témpano de hielo que se mantiene en la profundidad y nos sostiene sobre las aguas. Nos empujan hacia arriba y hacia abajo con parecida presión.

De ahí la riqueza de matices de un personaje superficialmente vacío como William Stoner, donde todo lo que sucede le ocurre en el linde entre la conciencia y lo inconsciente, en una suerte de presencia o estancia interior. De un universo lleno de pasión extrae el protagonista la última gota de una sabiduría existencial que se destila como ese amor que se derrama sobre todas las cosas, desde siempre, sin justificación ni, las más de las veces, conciencia alguna de estar dándose.

Y al final, la misma pregunta que nos inquiere a todos: “¿Qué esperabas?”. La vida, unas páginas, Stoner.


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