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  • Foto del escritorJavier Ortega Allué

El fin de los buenos tiempos.


Hace tiempo que lleva roto el frágil vínculo que unía los estudios con las esperanzas de un futuro mejor, mientras perdura aún fresco en la memoria el imperativo de ganar dinero fácil, negro o blanco, tanto da, por medios honestos o mediante acciones arriesgadas y pelotazos financieros que han contribuido a sumir en la ruina a no pocas familias, y en el desengaño a casi todos. Se ha cumplido por un tiempo el imperativo consumista de esta época líquida y superficial: tener más que ser. Tener para ser.

Estudiar, en semejantes circunstancias históricas, ya no podía seguir siendo esa actividad que despertaba en los individuos aquellas expectativas de mejora que generaron los estudios en otros tiempos. La época pre-crisis, de consumo desaforado, coadyuvó a la ilusión del progreso como si fuera a darse con un movimiento perpetuo de crecimiento feliz. Parecía que aquel momento del ciclo económico iba a resultar interminable. Se ganaba dinero con la misma facilidad que se empeñaba en consumirlo, fundirlo casi, y aquel filón no tenía visos de agotarse. Numerosas familias de clase media y aún otras más depauperadas cayeron en esta trampa, desalentando lo que en otros tiempos fue casi una actividad sagrada entre esos mismos individuos: el ahorro, la previsión, el por si acaso. Fue una sorpresa la intensidad y el alcance de la crisis, aunque los agoreros llevaran tiempo anunciando la cercanía de un tiempo de vacas flacas que se ocultaba tras el oropel, en el porvenir. Pocos advirtieron, pocos se cuidaron. En momentos de fortuna no se suele parar mientes a quienes profetizan la catástrofe, sobre todo porque los agoreros viven de estos futuribles casi siempre amenazadores. Pero la crisis vino a poner la puntilla a una forma de existencia excepcional, en la medida en que la excepción a veces quiere convertirse en norma y por unos instantes la vida parece que jugó a hacer de esto una norma, de la abundancia, de la prosperidad interminable, de la falta de contención y el despilfarro.

Nos engañaron, nos engañamos. Lo habitual en la vida es la dificultad, el esfuerzo, el sacrificio. Nada de valor en ella sale gratis, pero en pleno auge de la explosión económica, estudiar con ánimo de mejorar la existencia propia aparecía como un esfuerzo desmedido, exagerado, casi embrutecedor. Sobre todo, desmedido si lo que se trataba de obtener era aquello que se prometía con facilidad y sin esfuerzo: dinero, satisfacción de los deseos, placer. Lo tuvimos todo a manos llenas, como si nunca hubiéramos de perderlo o pagarlo, como si esa posibilidad ni siquiera se contemplase. Bastaron diez años para olvidar el esfuerzo continuado de tres o cuatro décadas de trabajos y sacrificios. Así fue, porque la felicidad trae el olvido y, al parecer, el consumo, sustituto adulterado de esa felicidad, fue un sucedáneo suficientemente potente para permitir esta amnesia casi colectiva, que ahora ha provocado tanto llanto y crujir de dientes.

Para qué hemos de estudiar, se preguntaban numerosos jóvenes de esta tercera generación hace apenas unos años, si al final va a resultar que nos ganaremos la vida mejor asfaltando calles o levantando paredes de pladur que sumergidos entre la letra impresa de los libros o iniciando una vida profesional que se intuye larga y sacrificada. Y era verdad, en aquel momento. Lo triste es que, a la postre, era provisionalmente cierto. No había argumentos para doblar sus razonamientos, que se ajustaban de forma impecable a la tiranía de los hechos. Como los profetas y agoreros, nosotros aún éramos demasiado teóricos para un tiempo en el cual se imponía una visión utilitarista e inmediatista de pragmatismo desnudo.

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No le costó nada a esta generación todo aquello que se le brindaba sin esfuerzo ni frustración, no pagaron ningún precio. Excepto el engaño, que siempre cotiza al alza. Decía Sócrates que no es posible una vida sin análisis, pero los hechos vinieron a contradecirlo de forma brutal, pues en estos jóvenes había este empeño de vivir sin reflexión, a salto de mata como quien dice, exprimiendo las delicias de un presente sin futuro. Carpe diem. Creyeron que la vida era así de sencilla y que bastaba con pedir para tener, con desear para obtener. Se les colmó como si la fuente del deseo no fuera a agotar jamás el regato que de ella emanaba. Pero fueron despertados del sueño de forma inopinada para contemplar un paisaje desolado, sin esperanza ni expectativa, vacío. Muchos habían creído de buena fe en la consistencia y realidad de aquella ilusión: el movimiento perpetuo, el consumo interminable, la satisfacción inmediata de sus necesidades. Vivíamos a crédito. Y hubo finalmente que pagar los intereses, cuando el crédito ya estaba vencido.

Fue así porque, de hecho, esta ilusión conectaba con unos aprendizajes antiguos, con unas pautas que venían de otras generaciones anteriores a la de estos desangelados adolescentes. Hubo en este país, y seguramente en otros y en otro tiempo, una quinta de hombres ágrafos que lograron sacar adelante sus vidas y levantar una casa y mantener una familia casi sin estudios o sin ninguno. No necesitaron de grandes ni complejos aprendizajes, sino valor y tesón. Lucharon duramente y ello llevó aparejado un notable progreso económico y de calidad en sus vidas. Venían de la nada, generaciones de reconstrucción social tras la guerra, y pasaron a tener algo. Ese algo pareció mucho o al menos todo lo que era necesario. Mantuvieron vivas las expectativas y las ilusiones de mejora tras la hecatombe de los años del hambre y la miseria. Creyeron en el progreso y lo hicieron real.

Estas familias, padres y madres del sacrificio, transmitieron esta posibilidad de mejora a sus hijos. Una vida más plena, que se lograría en base al esfuerzo individual, al estudio y a la continua dedicación a la tarea. Es decir, al empeño y esfuerzo. Los descendientes, en muchos casos, estudiaron, conformando la primera generación de licenciados de aquellas familias. Los primeros que pisaron la universidad o los primeros miembros de la ahora maltratada y ya menguante clase media. Estudiaban con vistas a mejorar sus vidas. Lo justo para hacerlo. Tener un título y la garantía de un trabajo de por vida, o casi. De médicos, de funcionarios, de empleados de la banca, de técnicos, de cuadros medios y los más arriscados, de empresarios o directivos. Y entonces ocurrió la fugaz abundancia ilusoria y el cambio social inevitable.

El dilema al que se ven abocados numerosos jóvenes de esta generación consumista de la abundancia es venenoso, letal, y sería irresoluble si no contáramos con la enorme potencialidad de adaptación que tenemos los seres humanos. Se saldrá de esta también, aunque heridos. Una juventud perdida entre unas metas inalcanzables y unas capacidades nunca ejercitadas y, por tanto, jamás probadas o contrastadas. Una generación educada por nosotros en la facilidad y en un vacío de exigencia por miedo a que se frustraran y no fueran capaces de resistirlo; una generación de analfabetos que han pasado por la escuela, de bárbaros con título, que mañana verán que no tienen al alcance todo aquello a lo que se les dijo que debían aspirar y que sentirán entonces el peso ominoso del engaño. Y que deberán adaptarse para sobrevivir a un tiempo que va a ser en casi todo diferente al que vivieron sus abuelos. Un tiempo peor al que estaban acostumbrados, porque tendrán hambre en la abundancia. Hay una generación de jóvenes que se puede perder porque se les invitó a vivir en el engaño de una arcadia feliz, de un reino de Jauja donde todo estaba a la distancia justa de la mano caprichosa, del deseo perentorio. Y ahora el humo se desliza entre sus dedos. Sobrevivirán, heridos y desengañados.


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