Navegamos en las aguas espesas de varias generaciones, casi siempre de tres, a veces incluso de cuatro; en ocasiones, aguas tranquilas, al menos en apariencia, en las cuales la navegación se parece al fácil arte del cabotaje, que nos lleva a puertos conocidos y mares poco profundos; en otros momentos, nos animamos a surcar aguas agitadas, repletas de traicioneras corrientes subterráneas que nos empujan hacia inciertas direcciones, impulsiva e inesperadamente.
Whitaker decía que “el suicidio es un plan familiar de tres generaciones”, para indicarnos la indeleble deuda que tenemos con los modos de proceder de nuestros mayores, aun sin saberlo. Soy, en parte, resultado de esa locura y cordura familiar que se gestó más allá de mí, en mi ausencia; he sido cincelado, en parte, por el amor y el desafecto que habitaron entre los míos. Sin culpa, pues ellos fueron a su vez moldeados por el desinterés o el desvelo de sus propios progenitores. Mis abuelos resuenan en mí con el sonido de la plenitud o el eco vacío de las oquedades. Crecemos sobre los sueños y las fantasías de otros, de aquellos que, por haber sido próximos, amados o admirados, tienen sobre nosotros ascendiente y peso sin que apenas lleguemos a advertir hasta qué punto esto es así.
Toda vida es la lucha para hacer o deshacer esta ilusión. Individuarse en la pertenencia es hacer nuestra una parte de esa historia transitada por nuestros seres queridos y aceptar, también, que habrá otros aspectos que convendrá dejar atrás si podemos, acaso, abandonarlos.
Desmitificamos a los seres más próximos, decía Whitaker, como paso necesario para desmitificarnos a nosotros mismos. La risa nos salva y libera de creer en nuestra propia mitificación. Desconfiad de los terapeutas que se toman demasiado en serio a sí mismos. Desconfiad de los hombres que se toman a sí mismos demasiado en serio. Muchas personas son infelices por creer a pies juntillas en su propio mito familiar. He conocido en terapia familias enteras que en lugar de gozarse por estar juntos, se duelen y lamentan por no parecerse al mito que de sí crearon a lo largo de varias generaciones de esfuerzos inútiles. Hay una cárcel que está construida con barrotes de creencias e ilusiones, con los que algunos trataron de poner puertas al campo abierto de la existencia.
Whitaker fue un terapeuta que nos invitó a cruzar esa cárcel imaginaria, a atravesar sus muros con el objetivo de conquistar territorios esenciales tanto para las familias como, sobre todo, para los propios terapeutas. Hay muchos secretos dichos a media voz que uno puede aprender meditando sus palabras.
Cuando yo era joven y me iniciaba en este campo de la psicoterapia sin sospechar aún que haría de ella mi verdadera profesión y ni siquiera que encontraría en su actividad el nicho más secreto de una vocación tardía, fui afortunado al tropezar en el anaquel de una estantería de una librería con unos cuantos libros esenciales que marcaron a fuego el resto de mis lecturas. Yo provenía de un mundo donde nadie hablaba de Minuchin ni de Selvini y mucho menos de Whitaker y otros geniales desconocidos –por qué, en fin, habríamos de conocerlos entonces-, a quienes hube de descubrir dando palos de ciego y siguiendo el rastro difuminado de sus huellas y mis intereses.
Había empezado seducido por Freud, cuando adolescente, como era de recibo; tuve la fortuna de conocer al Dr. Francesc Gomá y de asistir a sus clases realmente magistrales, en las cuales aprendí todo lo que ahora sé acerca del psicoanálisis, y probablemente también todo aquello que ya he olvidado. De aquellas lecturas y encendidas charlas con los amigos de adolescencia surgió mi indagación y búsqueda, ocasión feliz de numerosos descubrimientos tardíos. Uno fue Whitaker, a quien conocí a través de dos de sus libros más leídos: Meditaciones nocturnas de un terapeuta familiar y Danzando con la familia. Un enfoque simbólico-experiencial. He olvidado muchas de sus páginas, pero de vez en cuando detengo mi paso para volver sobre mis huellas y abrirlos al azar. Siempre encuentro una invitación a la reflexión, un punto de vista al que no presté atención, unas líneas sobre las que pasé de puntillas y en las que ahora me detengo para meditar y redescubrirme. Nunca salgo decepcionado de estas breves e intensas visitas a un viejo conocido. Pocos psicoterapeutas envejecen con esta elegancia, porque son pocos los que invitan a vivir con tanta intensidad. A veces he llegado a sospechar que Whitaker estuvo demasiado loco para nuestra prudente cordura y que habría sido perseguido y denostado por la ortodoxia en estos insólitos tiempos de radical corrección política en que vivimos.
De todos los aspectos interesantes que uno podría espigar en su obra, quiero hacer sólo hincapié ahora en un tema que sigue siendo una tarea vital a la cual todos nos hemos visto abocados, tarde o temprano, en nuestras propias familias de origen y en las que en ocasiones podemos formar, moviéndonos en esa sutil bisagra de la desvinculación y la revinculación.
Algunas personas, como nos recuerda Whitaker, oscilan ahí entre el miedo extremo a “ser engullidos” por una intimidad intimidante -ante la cual sólo saben poner distancia-, y la búsqueda de una fusión simbiótica, en la que la cercanía deviene dependencia o sometimiento, cuando no anulación. La intimidad, sin embargo, es una cuestión de grado, no de blancos y negros. Se puede vivir entre ambos extremos con abierta y relajada comodidad. Hay momentos en el ciclo de la vida del individuo en los cuales se hace más presente la cercanía, en otros la distancia. La intimidad tiene grados, difíciles de cuantificar. No hay aparatos que la midan, pero hay conductas que muestran hasta qué punto nos arrojamos a ella sin temor o la rehuimos con defensiva ansiedad.
Todos los seres humanos queremos la pertenencia, pues somos animales amorosos y relacionales., aunque haya algunos para quienes la mera sospecha de una cercanía excesiva les resulte abrumadora y terrible. Necesitamos hundirnos hasta la raíces de varias generaciones, aunque sólo sea para descubrir la ilusión que habita tras la creencia de que es posible vivir desenraizado.
Comenzamos a conocer la intimidad en una etapa en que aún estamos más allá del conocimiento, durante la relación fusional de la madre con el bebé, modelo y medida de toda otra intimidad. Los aspectos terribles de esta relación, cuando la madre, por ejemplo, no es sensible a las necesidades del neonato, ya por exceso de celo, ya por defecto, ausencia o negligencia, serán el modelo sobre el cual se proyectarán el resto de nuestras relaciones de intimidad. Y también el fondo sobre el que percibiremos la figura de la angustia con que dicha intimidad puede ser vivida a veces por el sujeto a niveles no verbales, pre-verbales o, si se quiere, inconscientes.
Ante la intimidad, el individuo puede mostrarse reacio y manifestar una conducta evitativa o aislacionista, retráctil -el esquizofrénico es un ejemplo de este horizonte vital desolado, aislado, único-, o bien expansivo, con esa expansividad que a la vez diferencia e individualiza a la persona. Al ser con vosotros soy más yo. Quien se encierra en sí mismo lo hace como defensa ante la posibilidad siempre temida de perderse en los otros, tanto más cuanto más significativos e importantes sean aquellos para él. Prescindo de todos para seguir siendo, me aíslo para existir, me alejo porque mi fragilidad no resistiría el embate ni las exigencias, reales o imaginarias, que me hacen los demás.
La vida psíquica, recuerda Whitaker, no es algo aislado, que suceda en un nivel interno, oscuro, inaccesible; sino algo relacional. La locura es un acontecimiento bipersonal, como lo son el suicidio, el amor y la muerte. Quedémonos de momento con esta idea, que es más que una idea.
En otro momento, ocasión habrá de explorar los otros temas universales.