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  • Foto del escritorJavier Ortega Allué

El hombre solitario o sin historia.


Ninguno de nosotros es totalmente ni una cosa ni la otra, en puridad. Todos tenemos a alguien, más o menos cerca, con quien compartir alguna experiencia. Hay un padre o una madre en alguna parte de nuestro pasado, o un amigo acaso, un amor, alguna ausencia cuyo vacío se hace presente a nosotros en cualquier instante de la vida, acaso cuando menos se espera. Nuestra naturaleza, de la que carecemos según algunos, es siempre historia. Venimos de alguna parte y vamos hacia alguna otra, luego ya juntos a la definitiva, que acaba siendo olvido. Entre dos nadas existimos y habitamos, seres sociales al tiempo que solitarios. Hay en el hombre esta doble faz, como la de Jano bifronte: el rostro que sólo uno mismo conoce y aquel que todos ven. A veces el mismo, casi nunca. Si la felicidad consiste en cierta unidad de la persona consigo misma, el rostro revela mejor que nadie nuestra condición infeliz o dichosa, o sus sobresaltos.

Creo que se escribe para no desaparecer del todo, para expresar lo que las palabras pronunciadas pierden en el aire. Se escribe para defender la soledad en la que se está, decía María Zambrano, si la memoria no me falla. Pero seguramente se escribe para ponerla de manifiesto, para dar cuerpo a esa soledad que nos habita, con tanta extrañeza.

Cuando se escribe, el mismo acto de tomar la palabra nos hace cautos porque lo escrito, escrito queda. Fluyen los estados de ánimo, pero las palabras fijan en el tiempo esa fluencia y le dan un cuerpo y una textura de la que en sí mismo este devenir carece. Escribir es un acto que nos rescata, nos ayuda, nos pone en limpio; pero, a la vez, enturbia y emborrona la vivencia, el mero acto de existir y vivir sin mediaciones: estando. Lo cual es ya para mí algo imposible, pues mi mundo está todo él lleno de palabras, habitado por ellas. Escribir nos da consistencia, nos dota de un cuerpo hecho de frases y sentido, que revela lo oculto que hay en nosotros, los pensamientos, las emociones en que estos se apoyan y caminan. Escribir nos arroja de la soledad al público, para devolvernos de nuevo a esa soledad primigenia, de la que sólo el amor nos rescata, y aun esto a duras penas.

Pero tanto el amor como la escritura revelan nuestra naturaleza relacional. Yo soy parte de algo mayor, en el cual me comprendo y existo. Los demás me miran y soy el reflejo de esas miradas. Cuando hay odio, me condenan; cuando hay amor, me salvan. Escribir es una forma de anhelar ese amor salvífico y descubrir que la vida es esta oscilación entre el silencio y la mirada de los demás. Somos opacos, nunca transparentes. Ni siquiera para nosotros mismos lo somos jamás del todo. Pero vivir es el intento y la aspiración hacia esa claridad y plenitud, que el amor invoca. Nada nos humaniza más que el amor, como el que una madre tiene casi siempre por su hijo pequeño cuando lo mira con ternura y se hunde en la mirada oceánica de ese hijo que tiene aún la vida por vivir.

Pero al hablar o al escribir cabe también la posibilidad de envilecerse, cuando se hace uso de la palabra para engañar, mentir, ocultar, disimular, aparentar. Se construyen castillos en el aire que están hechos de palabras y son ensoñaciones, promesas que se traicionarán o verborrea sin freno. Entonces desaparece esa unidad en que aspiramos a convertirnos, para dejar paso a una lengua desatada, mera palabrería que oculta un vacío o nos conecta con los otros de forma superficial, indiscriminada. Palabras que no distinguen, no conocen y resultan vanas, a la postre. Palabras que no habrían de haberse pronunciado, porque nada añaden al mundo, sino que restan y lo empobrecen: chismorreos, dimes y diretes. Palabras que pierden fundamento y dejan de ser fundamentales: cháchara social que, en lugar de humanizarnos, nos embrutece. También a veces las palabras escritas tiene esa tonalidad envilecida. Pero lo escrito, escrito queda y es peor.

Aspiro de siempre a conectar con los otros. No con todos, pero sí con algunos. Nunca se es un hombre por completo solitario como tampoco jamás de carece de historia. Cuando ocurre ese encuentro, la existencia se vuelve maravillosamente intensa y necesaria, pese a su fugacidad. O acaso más bien por eso.

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