Javier Ortega Allué
La tiránica coerción de los debería.

Uno de los elementos que más atraen mi atención cuando se sermonea acerca de necesidad de cooperar y de establecer unas buenas relaciones entre la familia y la escuela, unas relaciones marcadas por la confianza, la ayuda, la comprensión mutua y hasta la división del trabajo educativo y socializador, es el importante encuadre ideológico de la mayoría de los autores que se ocupan sobre el tema, quienes acaban convirtiendo sus reflexiones, con más frecuencia de la que sería deseable, en un catálogo de buenas intenciones, una suerte de canon de virtudes y deseos bienintencionados, que les lleva a hablar de lo que “debería haber” en lugar de “lo que hay”. Tengo a menudo la sensación irrefrenable de verme abocado sin quererlo a una suerte de rancio utopismo, que menoscaba en gran medida el valor científico de las reflexiones y los análisis que estos autores, seguramente bienintencionados, pero ciegos epistemológicamente, llevan a cabo con sus trabajos.
Como ejemplo de lo dicho tengo ante mí las conclusiones de un artículo que acabo de leer en la tercera de un periódico nacional sobre el cansino tema de los deberes y la escuela; y en el cual, si analizamos el lenguaje con que nos diserta el autor (y entretiene deleitando, supongo), vemos caer una lluvia de expresiones del tipo: la escuela debería, los padres tendrían que, como si la escuela y los padres (estos y aquellos padres, estas o aquellas escuelas) levitaran en una suerte de limbo espacial, ajeno a las circunstancias sociales, los contextos y los valores culturales de un determinado sector de la sociedad, como si fueran, en definitiva, entes con plena sustancia y consistencia. No es que el discurseador de turno, un afamado catedrático de ringorrango universitario, no tenga una buena dosis de razón en lo que dice, desde el más llano sentido común. Es, simplemente, que no habla de la realidad. Tal vez, es cierto, no quería hacerlo; aunque por los visos diera al principio en parecerlo.
La escuela es un sistema que, como tal, cumple con los requisitos de los sistemas. De ella, es cierto, se puede hablar en términos generales por aquello del ahorro cognitivo. No condeno esta práctica, esta elucubración sin datos, siempre y cuando dejemos en la puerta de nuestro despacho cualquier atisbo de moralidad o ideario bienintencionado. Las generalizaciones son la esencia del discurso científico, pero los análisis se hacen sobre realidades concretas, no sobre términos que, en último extremo, son flatus vocis, o sea, flatulencias. Por ejemplo, cuando un autor (psicopedagogo, por ponerlo aún más en evidencia) indica con no poca rimbombancia que la escuela es el espacio propio (el viejo lugar natural aristotélico, paréceme a mí) para enseñar la participación democrática de todos los miembros de la comunidad escolar, ¿está afirmando una realidad o expresando un desiderátum? ¿Nos habla de lo que hay o nos expone cuáles son sus ideales y valores morales sobre la propia actividad educativa? Yendo más allá, ¿es posible una reflexión teórica que evite, cuanto más mejor, la carga de moralina que suelen tener estos discursos? Mi empeño aquí es este: denunciar esa suerte de moralina como un residuo paternalista (una especie de pátina que acerca a los profesionales a una suerte de figura de predicador laico) cargado de esas buenas intenciones que suele llevar sobre sus espaldas el educador; residuo que, sin embargo, nos aleja de la reflexión teórica y nos lleva a ver lo que sucede en términos morales. Y la actividad relacional que se desarrolla entre el sistema escolar y el familiar en esos mismos términos preñados de una moralidad que tiñe y oculta el hecho desnudo de lo que hay: el nudo dato desabrido.
Me niego a creer que todo discurso analítico sobre el funcionamiento y la interacción de ambos sistemas empiece o tenga que empezar por esos elementos morales.
Curiosamente, son estos mismos analistas “científicos” quienes al final de sus reflexiones, y a modo de conclusiones generales, elaboran el decálogo “ideal” de lo que la escuela y la familia deberían hacerse y darse entre sí (e incluso ser), sin que por otra parte expliquen en ningún lugar cómo hacer para llegar a eso que propugnan; o, por lo menos, para acercarse de manera nítida a tales intenciones y propósitos. Exponen una meta ideal sin camino alguno que recorrer. Ni siquiera a título de ejemplo, ni siquiera como procedimiento o método. Lo dicho: ¡un catálogo de buenas intenciones! (O como dejar de ser científico para ser un buen boy-scout! ¡Homilía dominical con pretensiones científicas!
No me importaría que fuera una mera homilía dominical si quien la predicase fuera al menos consciente de eso y tuviera esa intención. No estoy, por principio, en contra de los sermones. Tienen la cualidad de poder ser escuchados o no. Lo peor no es el sermoneo, con todo y ser pesado, sino la pretensión de hacer pasar un tipo de discurso desiderativo por otro enunciativo, declarativo o explicativo.
La escuela, como sucede también en aquellos ámbitos donde se puede ejercer fuerte influencia social (el ámbito de la salud es otro buen ejemplo de esto) está sujeto a un vivo debate público, abierto en canal en los medios de comunicación, en las revistas científicas y entre los propios profesionales que trabajan en él, así como entre los usuarios directos de tales contextos: los padres, los alumnos, la administración y sus técnicos. A todos los ocupa y les preocupa lo que en su seno sucede. Hay muchos intereses en juego y circulando, y una inquietud constante por crear (generar) una opinión compartida entre la muy azacaneada opinión pública. La escuela no se puede sustraer a todo este debate vivo, ni dejar de estar influida por los titulares periodísticos dicho debate que produce.
Pero una cosa es el debate ideológico político (los legítimos y encontrados intereses de muchas partes de la sociedad) y otra diferente el análisis complejo de las dinámicas que sustentan el funcionamiento efectivo de este sistema.
Diferente no quiere decir que no hayamos de tener en cuenta lo que sucede, lo que genera olas en la opinión pública y repercute necesariamente sobre los actores de esta organización, que actúa y que también es mirada con atención vigilante sobre ese su propio hacer. Lo que a mi juicio escasea, para nuestra desgracia y la de quienes tienen que trabajar en y con la escuela, es que los expertos que la analizan y estudian lo hagan reflexionando sobre lo que hay, no sobre lo que debería haber y no está. Que hagan ciencia para poder luego hablarnos de sus deseabilidades. Que apliquen a sus discursos biempensantes la hoja bien afilada de la guillotina de Hume. Es lo mínimo.