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  • Foto del escritorJavier Ortega Allué

LA MATRACA


En un país con una democracia consolidada como debería serlo el nuestro tras cuarenta años de mandato y desarrollo constitucional, los políticos que de forma continuada, pertinaz y a conciencia hubieran mentido de palabra, obra u omisión al mayoritario resto informado de sus conciudadanos, los cuales depositaron en ellos no ya un cheque en blanco, pero sí cierta ilusoria confianza ahora traicionada, y habiendo aquellos mismos políticos en razón de su cargo y responsabilidad prometido lo que sabían imposible, falsificado informes cuando no favorecían sus intereses, tergiversado las noticias o violentado de forma descara las leyes y reglas del juego, no deberían disponer, como aquellos últimos representantes de la saga de Cien años de soledad, de una segunda oportunidad sobre esta tierra. Ni siquiera sería necesario que les saliera un apéndice retorcido, una cola de cerdo, como signo o testimonio de su falsedad. Bastaría, pues, con que los ciudadanos nos limitásemos a recordar su ominoso papel durante este tiempo pasado, que no se mide en siglos, sino en años y, sobre todo, en estos últimos agónicos meses, para excluirlos del todo y definitivamente de la vida pública y condenarlos a un más que merecido ostracismo. Eso sería lo deseable, lo sano en un país democrático con normales estándares de exigencia.

Pero, según vamos viendo, algunos políticos catalanes no son de este mundo, hallándose seguramente por ello exentos de dar cuenta de sus decisiones ante quienes los mantienen con sus impuestos. Ni ellos son ya de este mundo ni tampoco parecen serlo sus ideales, que han adquirido con el tiempo la pátina de las más rancias utopías y el tono crepuscular de ciertas ideologías reaccionarias y carcundas milenarismos religiosos de trabuco y sacristía.

Tenemos, así, un problema de salubridad en la vida pública española cuyas raíces crecen y se asientan sobre el uso y abuso de la prescripción universal de la presunción de inocencia. Pero dicha presunción, que está pensada para que nadie sea acusado sin pruebas ni juzgado de forma precipitada sin un juicio con suficientes garantías, no es de recibo cuando se trata de pedir responsabilidades a quienes tomaron las decisiones que nos han traído hasta aquí, más allá de que alguna de ellas sea también constitutiva de delito y punible por ley. Se trata de la responsabilidad del sujeto particular o de un gobierno de la toma de decisiones mal calculadas, precipitadas, mentirosas o erróneas, cuya puesta en acción van a afectar al conjunto entero de los ciudadanos. Hoy vivimos en Cataluña una fractura social sin precedentes, una ostentación de ignorancia democrática como no se había visto en decenios, una manipulación de la información digna de regímenes totalitarios de otros lares, y nos vamos a ver abocados a medio plazo a una ruina que irá afectando poco a poco a la mayoría de los ciudadanos de esta tierra -en muchos otros asuntos privilegiada-, y una ruina moral, de un calado mucho más grave, que infecta a amplias capas de la ciudadanía, extendiéndose de forma viral por todo el tejido social y afectando sobre todo a los más jóvenes y manipulables.

La ciudadanía tiene el deber civil de pedir cuenta de sus actos a los políticos, pues estos no actúan en el vacío ni sus acciones están exentas de las mismas limitaciones que tiene el ciudadano de a pie. Una forma de exigir tales responsabilidades pasan por solicitar su dimisión, acto voluntario que revela la dignidad de quien lo ejecuta y el reconocimiento implícito de esa responsabilidad que tiene el autor sobre cualquiera de sus actos. Pero aquí, por lo que estamos viendo estos días, no ha sucedido así. Las mismas personas que han llevado a esta debacle en Cataluña se presentan ahora como víctimas de las consecuencias de unos actos cuya responsabilidad les corresponde a ellos y a cuantos han participado en las acciones por ellos emprendidas.

Uno se cansa de la misma historia y de la misma mentira, reiterada hasta la saciedad. La matraca. Sabe, con cierto escepticismo, que de poco sirve la protesta ante el iluminado y el que con fe ciega se ha tragado enteros los bulos de esta nueva religión laica del amor desaforado a la nación, nuevo Behemot sin alma en el que algunos pretenden ver, como en todas las utopías, un nuevo comienzo inmaculado.

Hablan, para justificar su dislate y enajenar a las masas, de las razones del corazón. Razones de corazón que, en efecto, la razón no comprende. Porque no es sobre el corazón sobre el que se levanta la vida pública, sino sobre los consensos racionales alcanzados por los ciudadanos libres, transformados en leyes a las cuales también libremente nos sometemos. En el juego relacional de la vida pública pueden expresarse las inclinaciones, gustos y afectos, pero no fundar sobre ellos la convivencia civil. No se puede obedecer sólo las leyes que son de nuestro gusto. Quien así lo sostiene está a un paso de justificar el totalitarismo y la ley del más fuerte, que es la ley de la fuerza en sí misma. No es el corazón, sino la racionalidad la que funda el frágil imperio de la convivencia. No son los antepasados, dignos acaso de recuerdo, quienes legitiman ninguna clase de derecho, sino una voluntad compartida y razonable del alcanzar pactos sobre los que sostener las naturales diferencias humanas. Somos ciudadanos, ya nunca más pueblo. Menos cuando ese pueblo quiere ser uno solo, en informe masa Los pueblos necesitan un pastor, un guía, un líder. Los ciudadanos no. Y nosotros somos ciudadanos diversos con ideales también diversos. Jugamos la partida política sometidos a una leyes a las que nos debemos y que, sin ser inmutables, marcan el terreno de juego en que se hace la partida. A unos les gustan más y a otros menos, pero todos han de obedecer su mandato, porque es el mandato que nos hemos dado a nosotros mismos, por encima de afecciones del alma o bajas pasiones sublimadas: la mezquindad teñida de patrioterismo estéril, con el que algunos enjugan las fortunas que han levantado de forma más que sospechosa, metiendo la mano donde no habrían debido hacerlo. Esta patria que quiere levantarse sobre el robo y el latrocinio.

Sorprende en el caso catalán la pertinaz obcecación en los sentimientos y deseos como fundamento irreal de la convivencia. Sorprende el fanatismo con que se siguen las pseudo-ideas o, por decirlo de forma más ajustada, consignas de unos cuantos, quienes apelan a esa turbia naturaleza sentimental que obtura el juicio crítico pero que se acompasa con los latidos del corazón anónimo de la masa. Contra esta ceguera de los sentimientos no hay nada que hacer, excepto seguir con la lenta pedagogía de la razón, a buen seguro mucho menos sugerente que la que nace en el hipotálamo sin filtros ni censuras.

Un buen patriota nacionalista catalán, como paradigma decimonónico de esta figura de la historia que es el hombre nacionalista, no puede dudar jamás de lo que le dicta el corazón. La duda ofende. Y ha de restringir el uso libérrimo de su razón para justificar con ruedas de molino las regurgitaciones de sus vísceras, su descarado supremacismo, su sentimiento de estar por encima de la ley y del derecho, aposentados en el suave lecho de las emociones y abismados en una entelequia rastrera, cuya máxima expresión quedó no hace mucho resumido en la frase “refugees welcome, espanyols fora!”, quintaesencia del potaje intelectual que los alimenta.


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