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  • Foto del escritorJavier Ortega Allué

Un sueño (fábula moral).


He tenido un sueño. Luego les cuento. Un sueño que me ha sacado de mi confortable zona de confort, como ahora se dice. Hay que ver, tantos años instalado en ella sin haberme percatado de sus peligros y añagazas, de sus traicioneras emboscaduras. Parece mentira. Y si no fuera porque acabo de vivirlo en mis propias carnes, jamás lo habría creído. Según se mire, ha sido una suerte verme así, de pronto, desplazado de este rinconcito de bienestar en donde me encontraba tan cómodamente instalado. A mis años. Nunca lo habría pensado. Y si por casualidad lo hubiera hecho, no duden que habría encontrado la manera de protegerme del frío que se levanta en esta intemperie desolada, después de tanto tiempo engañado, creyendo para mis adentros, y tal vez también para mis afueras, que ya lo había visto todo y que nada de cuanto el futuro me tuviera preparado habría de tener estas funestas y desasosegantes –en principio- consecuencias. Treinta largos años dedicados a una profesión que me ha deparado sorpresas y desengaños, pero que nunca me previno para nada como esto. Ya, ya les cuento, no se impacienten. Al fin y a la postre yo he tardado más de treinta años en percatarme. Ustedes pueden esperar cinco minutos. No les pido demasiado. O sí.

Llevo más de la mitad de mi vida dedicada a explicar a los jóvenes (disculpen que no use el femenino aquí; seguramente son ustedes suficientemente inteligentes como para sospechar que entre esos jóvenes genéricos a los que me refiero hay varones y hembras y hasta alguno dudoso, en un número indeterminado, y quiero ahorrarles el desasosiego de los artículos y la pesadez de las reiteraciones) la ardua materia que aún se llama filosofía. No me ha ido mal. He disfrutado de unas buenas vacaciones. Algunos recuerdan mis clases con cariño, otros, quizás los mismos, aún sienten el ligero gusanillo de la curiosidad que traté de inculcarles cuando yo creía saber lo que estaba haciendo. Hasta hace nada. Se dicen pronto treinta años. O treinta y tres. Engañado. Para mi asombro, engañado.

Nunca es tarde si la dicha es buena, dice el refrán. Con el tiempo, me he vuelto un poco amigo de los refranes, al envejecer, igual que el filósofo es amigo de los mitos. Culpa de mi abuela, quien salpimentaba sus conversaciones con todo tipo de dichos y agudezas, a pesar de haber ido a la escuela sólo hasta los doce años y haber allí aprendido lo que entonces se enseñaba: unas pocas letras, lo justo. No tengo antecedentes familiares en esta profesión, y espero no dejar ese legado a nadie en herencia. Me gusta explicar; o me gustaba. Ahora que sé lo que he estado haciendo durante todos este tiempo, ya no estoy tan seguro de que mi placer fuera tan noble. ¿Cómo he podido estar tan engañado, tan confuso, tan errado en mis apreciaciones? Me consuela saber que han sido sólo unos pocos los que se han dado cuenta de ello. Recriminaciones, las justas. Bastante tengo yo con lo mío. Aún no me lo creo, y les aseguro que soy ducho en construir argumentos y no ando flojo de razones si me pongo a buscarlas. Pero treinta años engañado: eso es difícil de tragar para cualquiera.

Afortunadamente, soy un culo inquieto. No me bastó, como a otros, con la filosofía. Demasiada seriedad, demasiadas caras largas y gestos pomposos y verdades absolutas. Necesitaba un poco de aire fresco. Lo busqué. Juro que lo busqué. Primero en derecho, a donde arribé mecido por las dulces olas de un amor casual. Se frustraron a la vez lo uno y lo otro. La vida. Me consoló la filosofía, que me volvió estoico para esos avatares. Me fue bien el estoicismo, como a otros les viene bueno hacer deporte. Eché músculo, si me permiten que lo diga; y callo. Me endurecí. Un poco, nada para alarmarse.

Seguí buscando, no se vayan a creer; no soy de los que abandonan la nave a la deriva al menor contratiempo. No sé de quién es la culpa, pero soy de los últimos en saltar por encima de la borda. Hay naufragios espléndidos. Me fui a psicología y de paso me hice terapeuta; o fue al revés, creo recordar. Han pasado muchos años.

La psicología vino en mi socorro. Bueno, la psicología en persona, no; el ciclo vital. O un primo cercano, el ciclo vital profesional. Por él me enteré que yo ahora soy ya un profesional quemado. Me gusta arder en mis pasiones. Lo encuentro poético. Donde hay brasas debió haber fuego. Y eso me consuela. Ya está todo claro. Mis errores, mi engaño, mis ilusiones echadas a perder, mis capacidades idas… Soy un burnout, un desgastado profesional. Por eso he tardado tiempo en darme cuenta de que no estaba remando en la buena dirección y de que mis esfuerzos iban contra corriente. De haberlo sabido antes, me habría ahorrado numerosos disgustos y desencuentros. Pero el caso es que ya lo sabía. O lo sospechaba, al menos. Créanme cuando les digo que si lo hubiera sabido de verdad, de verdad de la buena, habría dado un vuelco a mi vida a los treinta y cinco o los cuarenta años, cuando aún estaba a tiempo de ofrecer lo mejor de mí a la comunidad educativa, y no este cúmulo de errores que he venido ensartando desde que maldita sea la hora gané mis oposiciones en aquella lejana juventud ya caducada.

Todo sueño, decía Freud, se trabaja sobre el resto diurno; el cúmulo de anécdotas y bobadas que nos ocurren a lo largo de nuestra jornada. Bien. Mi resto diurno fue, lo confieso, una de esas reuniones periódicas que los profesores solemos hacer para lamentarnos de la dura marcha de mundo y lamernos mutuamente las heridas. Ahora hacemos más reuniones que antes, desde que se comenzó a hablar del fracaso escolar. No sé por qué. Será, me malicio, que tenemos más heridas, o más necesidad de consuelo. Somos animales gregarios. No es un defecto, sino una constatación. Un hecho.

Así que ahí estábamos los dos: el resto diurno y mi sueño. Desvelado, he descubierto que era un sueño premonitorio. Casi profético. Mi sueño me ha revelado un proyecto pedagógico. Por fin. Se siente uno liberado cuando descubre que eso era todo, que necesitaba de un proyecto pedagógico para ser. Transversal, por supuesto. Y yo lo he soñado. Enterito lo he soñado. Les cuento.

Lo primero, ponerle un nombre sonoro, que nada tuviera que ver con el contenido, objetivos, programación, secuenciación o como quiera que ahora se llame a su desarrollo y aplicación (implementación, creo que le dicen: un día de estos prometo que me pondré a estudiar esta nueva lengua). Como soy de filosofía, me han rondado varios nombres redondos y sonoros. Pascal, por ejemplo. Pero no. Pascal suena demasiado a obsoleto lenguaje informático. No hay que empezar con mal pie, ni prometiendo algo que no habrá de ser. Descartes, quizás…; aunque me parece demasiado… cartesiano. No deseo ahogar la creatividad de entrada. Ni de salida. Ya está: Kierkegaard. Sí, Kierkegaard está bien para un proyecto pedagógico como el que tengo en mente. Sonoro, contundente. Rock del duro. Kierkegaard: toma ya. La inspección no podrá negarse ante un nombre tan contumaz, aunque nos quiera sumisos como corderos. Kierkegaard suena a rebeldía, a indignación. Vamos bien, me he dicho en el solipsismo de mi sueño.

Pero claro, tampoco hay por qué echar las campanas al vuelo anticipadamente. Tenemos el nombre, pero nos falta el producto, he debido confesar. Trabajemos. Hay que pensar en un objetivo. Lo tengo claro: la transversalidad, que es como una línea en diagonal o quebrada que parte en trozos las viejas materias anquilosadas de siempre y las enhebra con el mismo hilo con el que el Dr. Frankenstein zurció a su criatura, un poco al zigzag. No salió guapa, pero demasiado bien para ser la primera vez.

Divago hasta que me llega la inspiración. No tarda.

Quiero hacer un proyecto educativo innovador, por supuesto. Tantos años repitiendo el Mito de la Caverna como un soniquete…ya está bien. Innovemos, pues. El objeto de mi proyecto es conseguir que, de forma paulatina, sin sobresaltos, siguiendo los naturales ritmos del aprendizaje, el alumno se vaya concienciando y haciéndose al tiempo responsable no tanto de su vida (no seamos ambiciosos), como de tener siempre en clase, a disposición de su profesor, un pedacito o dos de tiza. Responsable de la tiza. La tiza es la cuestión.

Sé que ahora alguno de ustedes pondrá cara de escepticismo. Pero eso es porque no llevan treinta años sumergidos hasta las corvas en el error. Me duele decirlo con tanta claridad. Es una verdad amarga. Dense cuenta: treinta años largos engañándome a mí mismo. La tiza es la solución.

De entrada, porque va a permitirme que elabore el proyecto que me rescatará a ojos de mis compañeros como profesional, más advertidos que yo. La tiza da mucho de sí. Por ejemplo, imagínense el trabajo interdisciplinar de los departamentos: la historia de la tiza para los profesores de ciencias sociales. Dibuja en un mapa los lugares del mundo donde se extrae el producto con que se fabrica la tiza o, en su defecto, señala en un mapa de tu ciudad dónde puedes ir a comprarla y haz una tabla comparativa de los precios. Genial. Dibuja un pentagrama con tiza, y ya tienes solucionada el contenido transversal en música. O en física: con qué fuerza hemos de apretar la tiza para que el último de la clase pueda leer lo que el profesor escribe en la pizarra, si la distancia entre el ojo que mira y la susodicha pizarra es de siete metros y el alumno no padece ninguna malformación en el ojo. Analiza el compuesto de yeso y greda que forma la tiza, he ahí la actividad para el departamento de química. Las tizas de colores y las ilusiones ópticas, para dibujo. ¿Es correcto lanzar un pedazo de tiza al ojo del compañero de clase o hay que conformarse con partirle la cara a golpe de nudillos? Debate las opciones en la clase de ética y valores morales y llega a alguna conclusión que cumpla con el imperativo categórico de Kant (Busca quién era Kant en Wikipedia y copia en tu libreta lo que allí nos dice el experto). ¡Una mina! ¿Cómo he podido estar obnubilado y ciego tantos años? He aquí la respuesta, al fin. I have a dream.


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