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  • Foto del escritorJavier Ortega Allué

Ciudades decorado.


Todo viaje comienza con una ilusión y un deseo. Lo peor que podría pasarnos es que el destino elegido nos desilusionara, que se produjera un desajuste entre la realidad soñada y, digámoslo así, la realidad efectivamente real.

Parte de esos ubicuos deseos los mantiene vivos la publicidad satinada de los folletos de las agencias turísticas en esta sociedad nuestra donde hasta sobre el mismísimo ocio se ha levantado un gigantesco negocio fundado en la ilusión. La primera industria de nuestro país.

Iniciamos nuestros viajes con la esperanza de hallar flotando en el ambiente aquello que la propaganda promete: la cultura renacentista en Florencia, la melancolía nostálgica de un paseo por las calles de Praga, el encanto mediterráneo de las islas griegas, esas manchitas de tierra donde no hace tanto los dioses paseaban con traje mortal entre los hombres, la magia celta de los acantilados irlandeses, sones de arpa y amarga cerveza negra incluidos, el profundo y lejano esplendor del Egipto faraónico….

La ilusión, pues, se crea y se recrea una y otra vez en nuestra fantasía, con una pizca de sal cultural y otra de pimienta publicitaria. El mundo, casi sin distancias, está ya al alcance de cualquiera, lo cual sin duda contribuye a su devaluación. Hoy son más los turistas que los viajeros, suponiendo que aún quede entre nosotros algún ejemplar de tan rara especie, amenazada más que nunca de extinción.

Miles de fotografías dan la prueba de que estuvimos allí, aunque sean las fotos de una paella que comimos en un restaurante español en Praga, o un helado gigantesco que una diminuta japonesa se zampó no sin fatiga en el centro mismo de Dublín. Y que subimos a la red para que otros comprueben lo mucho que sabemos disfrutar de la vida y lo intensa y llena de alegrías con que la nuestra se ilumina. Aunque las vivencias sean de suyo intransferibles, queremos al menos transferir las huellas que dejamos tras nuestro paso. Que se regodeen otros con nuestro regodeo o al menos nos envidien, en una muestra innegable de esa solidaridad de sentimientos compartidos tan propia de nuestra especie.

Quisiéramos, como Yourcenar decía, conocer la prisión en que habitamos Y ahora queremos, además, hacer conocer a los otros que la estamos conociendo. Una parte de la magia del mundo se ha perdido con tanta luz, y no se imagina uno la entrada de Casanova en la perla del Adriático haciendo girar a su paso un torniquete, ni espera encontrarse en el interior de la Gran Pirámide con una cola de personas de mediana edad que gatean por el túnel que lleva hasta la cámara real como quien pasea por un pasillo del metro de París. “¡Pues vaya con el crucero de lujo –oí exclamar a una turista valenciana mientras navegábamos por el Nilo camino de Kom-Ombo-, si sólo nos enseñan piedras rotas!”. He aquí la síntesis perfecta del turista. Que fuera valenciana es lo anecdótico de la anécdota…

Al final, no nos interesa tanto el viaje como que otros vean que hemos viajado. Mejor a exóticos destinos o a célebres lugares, desde donde poder afirmar que también nosotros estuvimos allí, posando o apretando el disparador de nuestro móvil. Esas fotos dando fe de los mismos rincones, la misma foto repetida por cientos de miles de personas: sosteniendo con el pulgar y el índice la torre Eiffel por su antena, aguantando el costado de la inclinada de Pisa con la palma de una mano. Ciudades muchedumbre, decorados poblados de tenderetes y chiringuitos playeros donde se oferta la misma basura que en casa nos negaríamos a comprar. En Praga se honra a Kafka, a quien tanto ignoraron en vida sus contemporáneos, en Ámsterdam es visita obligada el Museo que dedica la ciudad a Van Gogh, quien en vida sólo vendió dos cuadros…a su propio hermano. El mundo entero parece recordarnos a todos esta lección: muérete y verás.

El turista viaja para ver lo mismo, lo conocido, lo que nos iguala a otros, con la expectativa de que para nosotros sea diferente, tenga otro sabor y una nueva intensidad. Luego se acaba en lo mismo: la comida italiana que nos sirven en cualquier restaurante de Europa, el burguer mundial al que se va a parar cuando se viaja con niños…En cualquier rincón del continente el mismo gusto y el mismo sabor acostumbrado y adaptado a nuestras papilas gustativas, ¡no sea que de pronto lo diferente nos entre por la boca y nos revuelva las tripas o nos encoja, ay, el corazón!

Con razón decía Chesterton que la verdadera aventura no estriba en recorrer con una expedición la sabana africana, sino en saltar la verja del jardín del vecino y tratar de conocerlo. Este es, no lo duden, el más aventurado de cuantos viajes podemos iniciar. ¡Anímense, que aún es gratis!


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