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  • Foto del escritorJavier Ortega Allué

Hacia dónde va la psicoterapia


Ayer comenzó el curso 2018-2019 de la Sociedad Catalana de Terapia Familiar con un debate sobre el presente y el futuro de la psicoterapia. Tuve el honor y el placer de abrir y moderarlo, aunque no hubo necesidad de esto último; y fue la ocasión de ofrecer algunas ideas que me rondan por la cabeza en relación a este tema, sobre el que tanto habríamos aún de hablar. Y para que no queden, las palabras, al albur del viento y del olvido, las dejo aquí como quien suelta a volar un pequeño pájaro o una nube, cuyo rumbo y destino apenas conoce. Para abrir espacios y diálogos, para confrontar con otras voces y, sin duda enriquecerse. Vayan con Dios.

Hacia dónde va psicoterapia.

Esta pregunta viene unida a otra que es complementaria pero igual de importante. ¿Hacia dónde van los terapeutas que hacen eso que llamamos terapia?

Siempre recuerdo aquella advertencia que nos hacía hace ya algunos años Salvador Minuchin, cuando señalaba que las personas, y creo que incluía también en este grupo amplio a los terapeutas, acostumbramos a hacer menos de lo que sabemos hacer y a restringir con ello nuestro repertorio de habilidades.

Esto se debe a varios motivos, a mi juicio.

En primer lugar, a que las intervenciones exitosas tienden a repetirse, creándose la fantasía de que lo que sirvió con una familia servirá necesariamente con otra en parecidas circunstancias, y obviando elementos singulares e idiosincrásicos de dichos sistemas, su peculiar historia, su mundo de valores y creencias, los legados trigeneracionales….

En segundo lugar, tenemos la tendencia a pensar que la terapia consiste en la aplicación de ciertas técnicas de intervención, cuando a menudo las nuevas realidades sociales con que nos encontramos en las sesiones exigen no sólo nuevas técnicas, sino, sobre todo, una nueva forma de comprensión. Creo, por ejemplo, que no podemos seguir trabajando con adolescentes como si los adolescentes que ahora tenemos delante en las consultas fueran los mismos adolescentes con quienes bregábamos hace veinte años.

Creo, también, que hay elementos que van a abrir nuevos caminos a la psicoterapia futura, y que van a ser esos los nuevos retos a los que se enfrenten los terapeutas actuales y del porvenir. Tienen que ver con los cambios sociales que a pasos agigantados se están produciendo entre nosotros.

Igual que en el pasado una de las fuentes de inspiración terapéutica fueron las metáforas físicas (la vieja homeostasis, el funcionamiento de los sistemas, la cismogénesis) o las metáforas bélicas minuchianas (fronteras, alianzas, coaliciones), hoy tenemos que renombrar nuevas metáforas desde la Sociología, desde las neurociencias en general y también, al menos en mi caso, desde la propia filosofía.

A mi juicio la psicoterapia irá hacia donde la llevemos con nuestra teoría. Quiero recordar aquí una frase de Nietzsche que trato de no olvidar nunca: “Los hechos sin teoría son estúpidos”. Quiero decir que los nudos hechos no hablan, y que todo encuentro humano es un encuentro con el sentido, porque los seres humanos no sabemos vivir sin dar significados a lo que nos pasa y sentido al camino que tomamos o al que dejamos al costado.

Creo que aún soy un poco joven para jugar a adivino, y para saber hacia dónde va a ir la psicoterapia; pero la experiencia me enseña hacia dónde no puede ir: no puede ir a la aplicación ciega de técnicas, a la tecnologización de las intervenciones, a la mecanización de lo que ocurre en la sala de terapia.

Soy de los que piensan que el encuentro terapéutico queda marcado por la calidad de la interpelación humana que nos hacemos en la sesión, y por el hecho de que el terapeuta tenga un conocimiento vivencial de los principales y universales temas humanos: la lealtad, el amor, la traición, los celos, la pérdida, la muerte, el dolor, la locura…

Soy también de la opinión de que hemos de regresar un poco a los orígenes, para subirnos sobre las espaldas de los pioneros y dar el salto hacia nuevas alturas. Atreverse a pensar con otras metáforas y a construir nuevas y más complejas miradas. Eso es, al fin y al cabo, la lección que nos dejan los maestros y lo único por lo que sus obras se han convertido en clásicos que conviene de vez en cuando revisitar, para darnos permiso y para hacer cosas nuevas.

Luego vendrán quienes categoricen esto, quienes hagan operativas estas nuevas metáforas y midan la efectividad terapéutica de las mismas. Con los años he aprendido que hemos de distinguir al clínico del investigador. A veces, por fortuna, coinciden estas dos figuras en una misma persona, pero no sucede necesariamente así. Yo no soy un investigador, pero aspiro a ser un clínico y a aportar alguna nueva mirada a lo que veo. ¿A qué aspiráis vosotros? ¿Hacia dónde vais?

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