El bebé aprieta con su manita mi dedo para que lo atienda, para que, mirándole a los ojos, menudos ojazos, le haga partícipe de este desasosiego. La mamá sigue tranquila a lo suyo, a saber en qué curva del camino se perdió; el papá, nada, ni se entera. Hemos dejado al bebé a tu cuidado y ahora te las apañas como puedas, parecen decirme con su desinterés. La gente pare con demasiada alegría y luego, en cuanto puede, te endilga el muerto, tan simpático, para que se lo tengas un rato entretenido. Se ve que te notan dispuesto porque has caído en la tentación de lanzar una sonrisa al bebé. Favor que te hacen, piensan.
Pero a mí lo que me preocupa es el dedo. Mi dedo. Hace una eternidad que lo hizo suyo y no hay trazas de desamortización. Lo ha hecho suyo porque sí. El niño, me digo, va para banquero. Hay como un reflejo burgués en la manera como se ha hecho dueño. Por un instante, la idea me reconcome por dentro. Le brillan los ojos, grandes, enormes, asomándose entre el hueco de los respaldos, como desde detrás de los barrotes de la ventanilla de una oficina antigua, de esas que ya solo salen en las películas del Oeste. Sólo falta que tienda la otra mano para reclamarme los caudales, el oro: la bolsa o la vida. Con disimulo, oculto mi mano libre como si de pronto me hubiera quedado manco. Presiento que el bebé se toma a mal este movimiento, pues se agarra con más empeño al dedo que mantiene en su manita. Una garra avariciosa, casi perversa.
No digas bobadas, es un bebé. Me digo algo parecido para calmar la intranquilidad que me invade. Un bebé, así empieza siempre todo. Con Caín, con Abel. Hubo un tiempo en que ambos fueron niños. Se nos hurtó una historia entera de ofensas y reproches hasta que el hermano, llevado por la envidia, levantó contra el hermano la mano armada. La mano que sostenía arma asesina, una quijada, una hoz, una piedra acaso, o sus mismos dientes, como el bebé se aferra a mi dedo solitario, espero que no me muerda, aún no tiene dientes, pero me tiene a mí. Si pudiera, pienso, le ofrecería a su madre mi dedo como don y ofrenda. Un regalo, un bien, un beneficio, una plusvalía. Mira lo que conseguí para ti, mamá, diría si supiera hablar. El dedo que sostiene en su manita pequeña, cálida, tierna, suave. El mal empezó cuando un hombre ascendió a una colina y les dijo a sus vecinos: todo esto que veis, hasta donde alcanzan vuestros ojos, es mío; y ellos, ingenuamente, lo creyeron. Si lo hubieran tomado por loco, quizás nada habría ocurrido. Pero el mal siempre tuvo algún comienzo. Un buen día en el que no pasaba nada excepto que el mal comenzó.
Trato de zafarme de su manita infantil. Pero me lanza una mirada torva, como de quien adivina en mí la desconfianza que genera a su vez desconfianza. O como si estuviera diciéndome que, por más que insista, no va a soltar mi dedo, porque es suyo. No habérmelo ofrecido. Faltaría que los demás lo creyeran así. Que se lo di. Una catástrofe.
Si no fuera por el aire acondicionado, hace rato que mi frente se habría perlado de un sudor frío y mis manos habrían empezado a sudar. Me contiene el ambiente y la baja temperatura del avión. El chicle que me ofreció mi amiga se me ha quedado pegado entre los dientes, sin masticar. El zascandil no deja de mirarme, como si le cayera bien. Simpático, me ofrece su sonrisa para que me confíe, para que me olvide de la propiedad que mantiene entre sus deditos. Es un gesto automático, me digo a mí mismo para no empatizar. Como el que se dibuja en el rostro del director del banco cuando vas a solicitarle un crédito, con reverencial unción y sometimiento, como si fuera el Santo Padre quien te hubiera ofrecido una audiencia especial y una bula perpetua. También aquél fue una vez niño. No el Papa, que también, sino el otro, el del banco. Antes de la degradación.
La mirada del bebé revela la promesa de un futuro provisorio. He visto ese brillo en otras personas. En el despacho de algún abogado, en las salas de dirección de alguna empresa, en mi propia consulta, en los pacientes. Sujetos que parecían iluminados. Jóvenes que se creyeron herederos de la tierra. Acaso lo fueran, a su entender. Yo he hecho rica a mucha gente, me confesó un día con orgullosa jactancia uno de estos individuos, como quien se empeña en demostrar que el mundo aún tiene contraída con él una deuda de agradecimiento o confiesa una corruptela. Uno más. Quizás también él empezó su historia aferrándose con saña a un dedo. Un gesto simpático, de proximidad, de apropiación. Al fin y al cabo, medito, la propiedad privada fue de lejos considerada un derecho fundamental. Pero el dedo, ese dedo que estruja el niño, es mío, me pertenece.
Me tumbo, apoyando la espalda dolorida en el respaldo del asiento, por alejarme todo lo posible de su mirada codiciosa, con el brazo extendido en incómoda posición. Me rebullo en mi plaza, las rodillas rozando el asiento de la mamá, sobre el que presiono discretamente esperando acaso que, molestándola, atienda al hijo. Ella le acaricia de forma mecánica la espalda. El rorro sigue a lo suyo, que es lo mío. Encantado. Pero a mí me está dando el viaje.
Hubo un tiempo en que viajar en avión era cosa de pocos. Una delicia. Gente correcta, respetuosa casi siempre. Ahora es como subirse al autobús: te encuentras de todo. Gañanes maleducados que se quitan los zapatos y se quedan sobados con los pies al aire, ocupando varias plazas vacías sin importarles que atufen al resto, señoras que casi pierden el vuelo y luego te arrollan al salir, cuando llegan al destino, porque quieren ser las primeras en bajarse; será que siguen a pies juntillas el dicho evangélico de que los últimos serán los primeros en el reino de los cielos, a saber; patanes, en fin, convencidos de que sólo ellos importan en el mundo. Y bebés que se sujetan con encono a tu dedo que, por momentos, piensas que no volverá a ser tuyo, maldita la gracia murmuras entre dientes.
Los altavoces anuncian el descenso al poco de notar que los oídos se destaponan. Se escucha mal al comandante por la megafonía del aparato. El final es lo más cansado del regreso, lo que cualquiera querría ahorrarse. Nos informa del estado del tiempo en la ciudad y de la duración prevista del aterrizaje. Se enciende el aviso de abrocharse los cinturones y entonces, por fin, la mamá me ayuda a liberar mi dedo preso, me sonríe, como si el bebé hubiera hecho una gracia, se acomoda y le abrocha el cinturón de seguridad al suyo. Me acomodo al pequeño espacio de mi asiento, acariciándome con la mano el dedo, tumefacto casi, que me ha sido devuelto. El bebé gira la cabeza, me vuelve a mirar y estira la feroz manita. No, esta vez no, y me sonrío mientras cierro el puño. Su mirada me produce un escalofrío, o será la emoción del retorno.
Mi amiga me cuenta que su hijo va a venir a buscarla al aeropuerto, que si quiero me llevan a alguna parte, no cuesta nada dice. Sólo pienso en volver a casa, así que no sé a qué otra parte de refiere. Le respondo que tomaré un taxi, pues vamos en direcciones opuestas y debe tener las mismas ganas que yo de dejar las maletas y relajarse. Nada me dice del niño, pero levanta las cejas señalando a la pareja, vaya par. Le devuelto el gesto, aunque el mío parece estoico, abatido, qué le vamos a hacer. El niño nos mira o trata de hacerlo hasta que el sonido de las ruedas al desplegarse reclama su feble atención. La mamá le tranquiliza, murmurándole algo al oído, quizás sólo le canta una canción para calmarlo. La nave gira y por la ventanilla contemplo el mar, un barco, la estela que deja en el agua, casi al alcance de mi mano.
Cuando las ruedas golpean el piso de la pista dos o tres idiotas hacen el amago de aplaudir, como si esto del aterrizaje fuera una azarosa fortuna o una casualidad, pero lo abortan enseguida porque nadie les da coba. El tiempo parece enlentecerse mientras acoplan el brazo y aguardamos en el pasillo del avión a que nos abran la puerta de salida. Caminamos arrastrando la maleta de ruedas, siguiendo el regato de gente que va diluyéndose en el aeropuerto. El hijo de mi amiga espera al otro lado de la valla que nos separa de quienes aguardan en el vestíbulo, expectantes o cansados. Me saluda, te vienes, no, tomaré un taxi. ¿Qué tal el viaje? Bien, ahora a descansar. Nos despedimos con un beso en la mejilla. Nos vemos el lunes, digo. Hasta el lunes.
Al llegar a casa el tiempo vuelve a la cotidianeidad. Dejo la maleta en el dormitorio y le doy a mi hija el regalo que sé que esperaba. Esta vez, me supongo, habré acertado. Me ha costado un potosí, le sorprende la prodigalidad de mi gesto. Me preguntan cómo fue el congreso. Más o menos como siempre, respondo. No explico a nadie lo de mi dedo. Se reirían de mí, acaso con algo de razón. Pero la aprensión sigue ahí presente, lo noto. Aún puedo imaginar los ojos del bebé, su mirada codiciosa husmeando como perro de presa el rastro que ha perdido, el bien que le ha sido arrebatado. Aquellos ojos rebuscones, cetreros, rencorosos. Acezando. Algún día heredará la tierra, me digo. A veces aún me descubro acariciándome la mano, para comprobar que todo sigue en su sitio. Recelo. Mi mujer me dice que tengo un tic.