Escribir es, como otras actividades vinculadas con la creatividad, una tarea solitaria, aparentemente urgida por la necesidad de mantener un cierto aislamiento vital, un alejamiento del mundo durante las horas y días que uno dedica a emborronar páginas, sin el cual nada digno de valor se puede lograr. Tiene, la escritura, algo en sí mismo paradójico pues, precisando de esa soledad, es también actividad que necesita de testigos para sentirse cumplida por completo.
Uno imagina a ese pintor que goza y sufre al esfuminar el óleo sobre la tela del lienzo, congelando un instante de vida en un bastidor, tarea en la que el artista empeñará horas y días de su propia vida y en la cual se ensimismará para tocar con los dedos o la punta del pincel la insatisfacción y la felicidad del logro o el fracaso. Fantaseo con ese pintor del detalle, de la precisión, de la luz exacta y la mixtura turbia de colores; esa suerte de imitación e impostura que ofrecerá luego al mundo para que otros ojos revisiten la obra y sientan –si sienten- alguna clase de emoción, claridad o admiración frente a ese remedo de paisaje inmóvil o de rostro hierático e imperturbable. Ahí acaba la obra, cuando el pintor deja que tales miradas ajenas revivan el instante preciso en que el tiempo se detuvo, quedando la imagen allí plasmada sobre una tela trabajada durante meses, tal vez años, para modelar el gesto efímero en una eternidad: la bestia que relincha, el hombre que mesa sus cabellos con desesperación o hunde el alfanje en el cuerpo caído del enemigo, aquel otro vecino que alza las manos solicitando a sus verdugos una piedad improbable, la dama que se contempla relajada y sensual en el límpido espejo o se ofrece turbiamente lasciva a las miradas vesánicas de los espectadores. Instantes de vida fijados para una eternidad que durará lo que dure la mirada de quienes los contemplan y reviven. Así, el pintor, ese sujeto solitario, verá cumplido en los demás, desconocidos y ajenos, el destino arbitrario de su obra, más allá de sus intenciones, acaso de sus deseos y, desde luego, más allá de aquel instante fugacísimo que trató de plasmar, ilusión de luz y color, sobre la tela del cuadro.
El escritor también escribe para otros: supuestos lectores que tendrán la paciencia de imaginar lo que con moroso ritmo el artista cincela con palabras. No hay obra que concluya en sí misma, sin que se expanda hacia el espectador, hacia el lector o el crítico, que a veces coinciden, por desgracia, en una misma persona. El escritor solitario se deleita construyendo el más efímero de los mundos con las palabras que encadena para que el lector, los lectores, simulen compartir ese universo y lo gocen.
No hay actividad solitaria que en verdad no se dirija a otros o en ellos se vea cumplida; incluso cuando ese otro no es sino un yo desdoblado, como cuando uno redacta un secreto diario alejado de las miradas curiosas o expectantes, abriéndose al porvenir. Hablamos y escribimos para comprender el mundo, para dotar a nuestros actos de sentido, para darnos una historia plausible hasta que ya no nos queden palabras para seguir hablando, si ello fuera posible.
Sospecho que hay un momento también en la vida del escritor en que este cae en la cuenta de que ya lo ha dicho todo; o de que, al menos, lo que queda por decir carece de importancia suficiente o de una mínima urgencia. Sospecho que a veces incluso adivina que lo que está diciendo hace algún tiempo que dejó de importar. Pero, como el pintor, continúa ensimismado en su obra y seguirá escribiendo hasta que la tinta se seque en su tintero; sigue fiel a su estilo, porque, al fin y al cabo, uno, en esto tan misterioso del arte o la creación –seamos, si cabe, humildes-, no sabe ser otra cosa que su estilo personal. Más allá de modas que el tiempo trae, ensalza o desbarata, el autor no puede ni quiere evitar esa fidelidad última a su manera de escribir, que es, al fin y al cabo, una forma como otra cualquiera de estar en el mundo, de hallar justo acomodo en él. A la postre, o se es fiel a las candencias propias o se es simple imitación. Y, aunque buena parte de la tarea del artista sea remedar la realidad, toda imitación tiene un punto de fingimiento, como si en lugar de hacer oír nuestra voz natural, cantásemos en falsete. Y es la voz, justamente, lo que el escritor veraz puede ofrecer al mundo: su voz propia y auténtica.
Escritor es quien cuenta una historia con su voz propia, para hacerse oír en el tribunal de los prójimos.
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