Cuando una pareja planifica formar una familia, intuye que la llegada del primer hijo supondrá un cambio importante, no sólo en lo que respecta a la relación entre ellos, sino también por lo que hace a la que mantienen con las propias familias de origen.
Un hijo es un proyecto cargado de expectativas. Aún antes de su nacimiento, los padres proyectan sobre el no nacido sus ilusiones, esperanzas, deseos y sueños. Estos van desde las cosas más triviales, como se observa en la celeridad con que le buscan un parecido con algún miembro de la familia no bien llegue al mundo, cuando sea apenas un bebé de pocas horas; a cosas de mayor importancia, como lo es ponerle el nombre con que le conocerán. Sin haber nacido, el bebé lleva sobre si la carga de una imagen ideal, que es el esbozo entretejido de todas las expectativas familiares.
La elección de su nombre, sin ir más lejos, revela alguna de dichas expectativas. Por ejemplo, la necesidad de continuar el histórico de la saga familiar, que se manifiesta con tanta frecuencia cuando se reiteran los mismos nombres en el árbol genealógico. O bien el espíritu rupturista respecto de los orígenes, que hay detrás de una elección exótica, original y novedosa. El nombre del bebé está preñado de significados emocionales, como cuando ponemos al hijo el nombre de un ser querido que acaba de fallecer, como homenaje o tributo; o el de un emperador o un general, con la esperanza de que su futuro sea tan promisorio como lo fue el de su mentor histórico. El nombre, en definitiva, es un buen banco de pruebas para observar la capacidad de negociar de la pareja. No es asunto banal este de la adjudicación de la palabra alrededor de la cual construiremos nuestra propia identidad.
Tener un hijo-es una obviedad decirlo- es un acto de enorme responsabilidad. La vida entera de los progenitores cambia desde el instante en que la mujer anuncia su embarazo. Es el cumplimiento de un anhelo, pero también supone una renuncia y una transformación. También un sacrificio, a veces acompañado de algunas renuncias, al menos durante unos años.
Las parejas podrán dejar de serlo; pero nunca dejarán de ser padres; ni siquiera cuando no puedan o quieran ejercer la parentalidad debida. Este de ser padres es un hecho irreversible de la vida humana. De ahí que hablemos de paternidad responsable, porque de nuestros hijos estamos obligados a responder siempre.
Los hijos no crecen solos, ni se educan o socializan por el influjo de algún gen desconocido. No basta con traerlos al mundo y desentenderse luego de ellos. Hay que hacerse cargo, cuidarlos, amarlos, socializarnos. Contra lo que algunos creen, los hijos no son un proyecto acabado, sino el resultado de un prolongado trabajo de los padres, que se inicia en el mismo momento en que deciden traerlos al mundo. A un hijo se le ama simplemente porque existe, no por lo que promete llegar a ser algún día. No es ni un diploma de doctorado en la pared ni una muleta de la que nos serviremos en el futuro.
El embarazo dispara los temores de la futura madre acerca del hijo que crece en sus entrañas. La salud es uno de esos fantasmas; la integridad física cobra en la imaginación una brutal importancia: “Que nazca completo, que esté sano” es un deseo que oímos en labios de la embarazadas con frecuencia. La madre primeriza puede vivir todos estos temores con una sobrecarga de angustia y desazón, que a veces teme compartir.
Si la llegada del bebé se produce en un momento en que la pareja aún no está consolidada, puede poner en grave peligro su estructura. En otras ocasiones, tener un hijo sirve para amordazar de manera provisional una crisis que queda latente, adormecida. Ni qué decir tiene que este movimiento trae, a la larga, consecuencias que suelen ser funestas para la pareja y, sobre todo, a menudo para el hijo.
En cualquier caso, el bebé no deja a nadie indiferente. Los padres devienen cuidadores, ya que el recién nacido precisa de nuestras cuidadosas atenciones. Cada progenitor ejercerá su papel de acuerdo a lo que haya aprendido en su familia de origen. Los seres humanos venidos dotados de una predisposición natural para el cuidado de los bebés, una conducta de crianza que nos ha acompañado como especie social. Pero cómo ejerzamos dicha pauta dependerá no poco de nuestras experiencias personales. Como tal, el instinto materno no existe, habiendo sido sustituido por pautas de crianza aprendidas de quienes nos han cuidado en nuestra propia infancia.
En esta crianza inicial, el desempeño de la madre es de capital importancia. Va a ser ella la que desde los primeros minutos del nacimiento iniciará una delicada interacción con el bebé, con la que irá tejiendo la pauta de apego dominante en la relación.
La madre primeriza necesita un clima de sosiego y calma para la crianza, como lo necesita también el bebé durante los primeros meses de vida. La ayuda y colaboración del progenitor masculino en esta etapa es también importantísima. Pero a veces esta colaboración esperada no llega. El reparto rígido de papeles en sociedades muy tradicionales, la separación entre lo que le compete hacer a cada sexo, las creencias y los prejuicios favorece poco –e incluso a veces la excusan- la presencia del progenitor masculino en estos momentos. Sin embargo, la creación de un ambiente afectivo estable y cálido para los hijos (que comienza en esta primera etapa de la vida) es una responsabilidad que descansa sobre ambos progenitores. Nuevas formas de ejercer la parentalidad se abren paso poco a poco en nuestra cultura, tan necesitada de una educación afectiva como de nuevos modos y maneras. Los tiempos cambian, y en algunas cosas lo hacen a mejor.
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