Aunque se trata de dos movimientos o acciones que afectan al sujeto y son momentos estelares de ese viaje en que la vida consiste, he observado que podemos llegar a conocer mejor a las personas por su forma de desenvolverse, alternativamente, en una u otra de dichas acciones. Hay, acaso simplificándolo en exceso, personas que saben llegar y saben irse; y personas que, haciendo honrosamente bien lo primero, les falla estrepitosamente la acción cuando de dejar e irse se trata. No he conocido, empero, individuos que no sepan hacer una cosa u otra: saber llegar y marchar o, por el contrario, no saber desempeñarse en ninguna de las dos.
Llegar es a menudo alcanzar un resultado, poner en pie una promesa, subir una cima, metáforas análogas de éxito y culminación; y así se entiende que se vea en este llegar el logro de un progreso, eso que llamamos alcanzar un hito biográfico. Antes no era aún y ahora ya soy, o casi.
La vida nos ofrece a veces este tipo de regalos, como las metas volantes de una apasionante carrera ciclista. No flamean las banderas, pero hay indicios de esos logros en ciertas formas de reconocimiento: títulos, prebendas, ascensos y retribuciones. Quien llega a alguna parte tendrá en el mundo una nueva voz. Una voz que se escuchará más o menos, pero que será nueva. Un prestigio, llaman a esto algunos.
Llegar inflama de dicha al viajero, que encuentra en esa acción el cumplimiento de un destino. Llenos de gozo, llegamos para conquistar y hacer propia la cota alcanzada, desde la cual nos encontraremos en mejores condiciones de planear nuevas estrategias y proyectos y dispararnos hacia el horizonte, como la flecha que vuela hacia el blanco. De hecho, no alcanzar esa meta soñada es un castigo que presenta ciertas características de maldición divina, como cuando Moisés se tuvo que rendir a la evidencia de que Dios no le permitiría más que divisar a lo lejos la tierra prometida, de la que mana leche y miel, pero no entrar en ella y hollarla con sus pies o mancharse con el polvo de sus caminos.
Llegar es casi siempre relativamente más fácil que marcharse, si se pone empeño en ello y el azar nos empuja con viento de cola. Hay en esa acción poca sustancia que revele el carácter secreto de las personas; si acaso, su grado de expresividad y apasionamiento, por la forma en que celebran la llegada, unos de forma más calmada y flemática, otros de un modo más estentóreo y retumbante. Contenidos o expansivos, quienes llegan sienten ese prurito de satisfacción interna que es difícil de disimular, como se alegra el agricultor cuando recoge los frutos de la siembra y de su esfuerzo o el dadivoso cuando tiende la moneda para aliviar la carga de miseria del mendigo. Pero no es en el éxito donde se revela el talante de las personas, sino solo la manera de gestionar sus alegrías y sus dichas. Y, por ir un poco más lejos, la atribución que del mérito hacen: unos agradecidos a la vida por el regalo que se les brinda; otros, considerando que estaban ante cosa hecha y una bien merecida recompensa por todos sus imprescriptibles méritos.
Lo verdaderamente difícil es marcharse, que es lo que nos obliga a hacer la muerte con nosotros cuando dejamos un libro sin leer en la mesita de noche o una película sin acabar para siempre; o, peor aún, unas palabras urgentes y necesarias, pero congeladas en los labios y un amor sin manifestar o un abrazo sin dar, frutos que se pudren antes de entrar en sazón. Queda siempre la vida inconclusa, pues de alguna manera todos morimos de forma prematura. Y marcharse es una metáfora de todo esto.
Lo contrario de marchar es aferrarse: al cargo, al sillón, a la última cota lograda, a lo que fuimos y dejamos de ser; en suma, a los halagos y beneficios que la vida nos brindó. Puede que pensemos que todo aquello que tanto esfuerzo nos costó conseguir y tanto tardamos en lograr no nos debería ser arrebatado así, sin más, por el mero sucederse de los minutos en el reloj o de los años en el almanaque. No, al menos, sin lucha. No sin rebeldía.
Hay algo cierto en este pensamiento, pero mal ubicado, descolocado y eso es lo que desbarata la perspectiva verdadera que pudiera habitar en su seno. Pues no se nos puede quitar aquello que conseguimos y que no depende del puesto que ocupemos en el organigrama ni de la organización que nos respalda ni del capricho veleidoso de los jefes que nos otorgaron dichos favores o promociones, o del arrebato de alguna otra figura de autoridad, sea esta laica o religiosa, porque suponen que nos hemos adscrito a su fe, esa forma de sumisión voluntaria que se espera del agradecido.
De lo que no se nos puede despojar es de aquello que nos llevamos al marchar y que hace digna la salida porque enriqueció la experiencia vivida. Marcharse entonces no es ninguna pérdida ni un robo o un arrebatamiento injusto. Perdemos, es cierto, el poder o la aparente influencia que quizás ejercemos sobre algunas circunstancias externas a nosotros, pero no nos perdemos a nosotros mismos al irnos, a menos que la naturaleza de nuestro ser consista justamente en ocupar ese puesto, ese lugar del que salimos de grado o de fuerza.
Por eso, el carácter del ser humano se muestra mucho más claramente en la forma como encara este irse, este salir o marcharse; de manera semejante a la verdad que expresa que alguien revela más de sí mismo en la manera como afronta la muerte que en el nacimiento. Nacer es, en su opacidad de sentido, semejante para todos los seres humanos, pues llegamos al mundo por el deseo de otros, o por algún triste azar con el que nada tenemos que ver, excepto que nos colocó aquí, en la vida.
Hay quienes se van como resultado de su propio periplo existencial, un hito más, una experiencia vivida con la que nos pusimos a prueba y culminamos; y hay quien de ninguna manera quisiera irse, porque al estar obligado a ello siente como que le arrebatan el sentido de su propio ser, su intrínseca naturaleza. A este personaje no lo veremos marchar, aunque amague a menudo con hacerlo, como un acto de coquetería social, aunque acaben echándolo o la enfermedad o la vejez le obliguen a abandonar el espacio conquistado. No se marcha de buen grado quien se cree o se siente imprescindible en su mundo, aunque nadie en verdad lo sea.
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