Javier Ortega Allué
Silencio

Vivimos en un mundo ajetreado, jaleados por un concierto de resonancias estridentes o armónicas, petardeo de motores, la algazara viva de las calles y los mil y un sonidos que, como una tediosa melodía que ya casi ni oímos, flotan a nuestro alrededor durante la mayor parte de las horas del día y hasta de la noche. Ruido, música, palabras, bocinazos y frenadas, algarabía de muchachos en los patios del colegio, adolescentes que tararean porque sí una canción, en una suerte de comunión laica de espíritus e intereses, gargantas que gritan al unísono el gol de su equipo o el fallo cantado de un jugador, traqueteo de autobuses y camiones en la calzada, murmullo de hojas movidas por la brisa y canturreo de pájaros arriba, en los árboles; y la televisión, con su intermitente cháchara que nos acompaña hasta la hora de cerrar los ojos. Suena siempre por todos los rincones una suerte de banda sonora existencial sobre la que se hacen y deshacen nuestras vidas.
Pero a veces hay silencio. Un silencio que parece una oquedad en el tiempo, bello y sublime a la vez, redondo y suave, inmenso también, aunque breve.
Del ruido y sus ecos algo sabemos, porque por doquiera nos habla su lenguaje arcano de oráculos y adivinación. Decía el viejo Sócrates: “Habla para que te pueda ver”, pues en ese decir el cuerpo se hace transparente y visible, y se revela. Animal con logos fue definido el animal que habla. O que piensa, en aquel permanente diálogo silencioso del espíritu consigo mismo que era pensar para el griego. Somos, ya lo dice el proverbio, señores -si es que de algo nos enseñoreamos- de nuestros silencios y esclavos de nuestras palabras.
Damos la palabra como quien tiende la mano y ofrece a otros la seguridad de un acuerdo, la palabra dada, a la que el mero dar obliga. O la mantenemos, como si al final no fuera cierto aquello que dejaron escrito de Pilatos, que las palabras se las llevaba el viento como pájaros perdidos y errabundos.
Pero a veces hay silencio. Un silencio temeroso, que se hace un sitio en nuestra vida con la humildad de quien no estaba invitado a la fiesta, toda ella jolgorio y charanga. Un silencio grave y pesado, que se aposenta y parece advertirnos para que nos detengamos ante su misma belleza oclusiva, pues solo por él se hacen visibles el resto de las cosas y sonoro el universo.
Terminamos sin conocer con qué voz cerraremos el mundo, que palabra cederá su paso al silencio. Que amamos debió decirse. Lo demás, dejémoslo al silencio.