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  • Foto del escritorJavier Ortega Allué

El amigo de ocasión


Nuestra vida está llena de personas. Los otros son el elemento más importante de nuestra circunstancia, pues siempre la vida se construye desde y con los demás, no diré para porque esto último no sería cierto salvo en casos extremos de loable altruismo que resulta, sin embargo, contrario a mi naturaleza, o sea, a mi educación.

No se ha insistido suficientemente en la naturaleza relacional humana, sin la cual nunca confluiríamos en humanos. Lo humano precisa de lo relacional para hacerse. Somos animales relacionales mucho más que racionales. Y esto último depende sin duda de lo primero, como casi todas las facultades con que la naturaleza nos ha dejado desasistidos al nacer. De no haber sido por la forzosa socialización humana, ni hablaríamos ni pensaríamos ni, por supuesto, habría llegados a sobrevivir como especie, contra quienes sostienen interesadamente que el hombre es animal agresivo e insolidario y reina entre nosotros la ley de la selva más o menos encubierta. Hoy, que tanto se habla con razones diversas y de desigual peso argumentativo, de la determinación de nuestros genes, resulta obligado recordar el papel preponderante que lo relacional juega en la constitución de la vida humana. La amistad es también prueba fehaciente de esta naturaleza relacional que somos.

Una cosa parece cierta: somos los protagonistas de nuestra propia existencia, mientras que todos los demás actúan en ella como comparsas o actores de reparto. El centro de mi propia vida soy y, ese yo inexorablemente en que consisto, y esto no lo digo como apología del egoísmo radical. Tan solo lo constato como verdad antropológica, y hasta ontológica si se me apura, en absoluto reñida con lo anterior. Pues si no hubiera detrás esa socialización básica, nunca llegaría a constituirse nuestro yo. Ni siquiera para el egoísmo de vuelo más gallináceo.

De esos actores que secundan la vida de cada cual hay una especie muy secundaria, a medio camino entre los conocidos y los colegas, que son los amigos de ocasión. Esto es, aquellas personas que en algo aprovechamos para algo. Porque, como se dice vulgarmente, la ocasión la pintan calva y hay que sacarle partido antes de que pase de corrido a nuestro lado. Los amigos de ocasión son como los tiradores de los cajones, sin los cuales sería más difícil abrirlos. Son, pues, como el esporádico empujón que necesitamos para cubrir una necesidad o para salvar alguna dificultad que se nos cruza en el camino. De ellos no podemos prescindir, pero no hay que darles más importancia que la que ellos nos dan a nosotros: una importancia ocasional y calculada. Y agradecerla después.

Deberíamos hacer una loa al amigo de ocasión, por todo lo que nos evita. Llamarlo amigo es quizás una hipérbole pero, como todas las figuras retóricas, con algún fundamento verdadero en nuestra experiencia. Por de pronto, el amigo de ocasión nos remedia muchos dolores de cabeza, al hacernos partícipes y beneficiarios de su experiencia, que redunda en nuestro propio beneficio o en el suyo acaso también. El amigo de ocasión es el portero que abre la puerta de las oportunidades. Siempre está bien tener conocidos que se sientan en deuda con nosotros, pues el hombre es animal que suele reponer las deudas en que se empeña con los demás, quid pro quo, misteriosamente. Y, de no hacerlo, nos da con ello lección de la que es necesario sacar provecho. Nada se aprende del acierto, pero es mucho lo que nos enseña el errar.

Lo malo de los amigos de ocasión no es que existan y pululen alrededor de nuestra vida que, como ya he dicho, está siempre llena de gente de toda clase y condición. Lo malo es que uno llegue a creer que cualquier amistad puede reducirse a esto: a compartir el tiempo con estos amigos, para ver en qué nos serán de provecho y cuánto beneficio podremos obtener de su trato.

Fragmento de Los problemas del mundo


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