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  • Foto del escritorJavier Ortega Allué

Francisco Umbral, el frío de una vida (y 3)


Fue Umbral un niño, un adolescente y un adulto solitario, de pocos amigos y muchas rivalidades; y un hombre al que se le muere un hijo con apenas cinco años, de una leucemia fatal. Aquel suceso trágico y sin sentido le arrojó aún más a las penumbras heladas de la soledad, de la que sólo le salvaba la escritura en ejercicio, infeliz pero intratable, de una prolijidad como no la ha habido en las letras españolas en los últimos dos siglos, desesperada. Para algunos hombres un acontecimiento dramático como lo es la inimaginable muerte de un hijo, tan contraria al orden natural de los hechos, es algo de lo que nunca logran sobreponerse. A unos los desespera, a otros los desfonda y deshabita. No hay razón alguna que explique el escándalo de la muerte de un hijo, nada puede justificarlo o dar atisbo alguno de consuelo a esa tragedia, de todas la peor. La muerte troncha la vida y lo que viene después.

Umbral padeció dos largos años la enfermedad incurable del niño, con atisbos de ciega esperanza casi hasta el final. Escribió en aquella larga espera una de sus mejores obras, Mortal y rosa, que nunca he podido leer entera por el dolor y el desasosiego que me causa. Para mí esta obra lo habría justificado, como Pedro Páramo a Rulfo, pero no la huida hacia adelante que vino después. Imposible que abandonara la escritura, pues había hecho de ella el triunfo sobre los demás que tanto anhelaba, la razón irracional de su existencia, su empeño en ser. Llegó a publicar hasta cinco libros en un mismo año y cientos de artículos en casi todas las revistas de relieve de España. Habría sido un éxito para cualquiera, sobre todo si se tiene en cuenta que Umbral era un hombre autodidacta, casi un analfabeto respecto de todo lo que no fuera literatura. Pero no fue nunca suficiente, como no lo es la acción para el compulsivo, que se ve forzado a repetirla una vez tras otra.

Sobrevivió a la tragedia familiar como siempre había sobrevivido: escribiendo; y adaptando el personaje a los nuevos tiempos que se avecinaban en la España de la Transición, tiñendo sus nulas inquietudes políticas con el rojo de una izquierda que se quiso antifranquista, reconstruyendo, como tantos, su propia biografía camaleónica con las necesidades del momento. Siguió triunfando, si acaso más aún, y produciendo artículos y libros sin descanso, porque nada es suficiente para apagar el fuego de la usurpación, el ardor de una vida desdichada. Obtuvo premios y reconocimientos públicos, los más altos y relumbrones, pero en todos había un poso de amarga decepción, de inquietante y sorda rabia.

Murió del todo a finales de un verano madrileño, con un helor perpetuo temblándole en el tuétano de los huesos, pero esto es algo que la biografía de Caballé, escrita en vida del personaje, no pudo constatar, al menos en la edición que yo he leído.

De aquella vida y de sus muertes parece haber transcurrido una eternidad.


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