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  • Foto del escritorJavier Ortega Allué

Mosaico, editorial 64.


Llega a tiempo y bien encurtido este número de Mosaico, poco antes del inicio del periodo estival, ese tiempo en que la vida queda como en suspenso y se cambian unos hábitos por otros, pues los seres humanos estamos trenzados con la materia intangible de la repetición y del cambio, de los hábitos y de las novedades, de lo conocido y de lo aún ignoto.

Hemos hablado ya mucho los terapeutas de las etapas del ciclo vital, que nos han servido para construir hipótesis provisionales sobre lo que nos pasa en ciertos momentos de la vida, en ciertas culturas y épocas, sobre lo que se espera y lo que resulta inesperado. De donde se deduce que no sabemos viajar ni acaso podemos salir a la intemperie de los acontecimientos sin llevar con nosotros un pequeño –o gran- mapa del mundo, con el que hilvanamos lo que a nuestro alrededor sucede, entre nosotros y con los demás.

Sin embargo, se ha hecho menos hincapié no ya en las etapas del ciclo vital, sino en el sucederse de las estaciones que, con su rítmica y aposentada repetición, sin duda también afectan a los seres humanos. Estaciones que encierran rituales y manifestaciones idiosincrásicas de pueblos y de familias enteras, que celebran con sus fiestas y costumbres algunos hitos importantes de sus compartidas existencias, tejiendo mitologías y construyendo miradas que explican, cuentan o anticipan lo que las personas han sido o aquello que aspiran a ser. Hay tiempos que son para el reencuentro y tiempos que lo son para saciar el hambre y curiosidad viajera, pues somos una especie itinerante. Regresamos a los lugares que nos hicieron felices para recomponer con sus pedacitos de existencia el rompecabezas de nuestra dicha; o nos lanzamos a explorar rincones ajenos y tierras extrañas para descubrir que en el fondo los que habitamos este planeta tenemos la misma piel y nos rondan amores y desamores muy semejantes.

Como terapeutas familiares, comprobamos el impacto que provoca en muchas personas la obligada convivencia que trae consigo el tiempo de vacación. Lo que durante el año ha sido un continuo esquivarse con el trabajo y el estrés acumulado –la función evitativa del síntoma, en muchos casos- es ya en esos instantes de ocio inapelable llamada a una reformulación de nuestro particular modus vivendi, y a tener que encarar de forma inevitable la crisis que hemos ido distrayendo con tanto trajín y ruido. Tras el verano son numerosas las parejas que consultan por la frustración que les generó la obligada convivencia vacacional. Parejas en crisis, que, si son inteligentes, acuden a terapia para darse una nueva oportunidad o separarse de la forma más civilizada posible, en suma, para hacerse cargo de sus propias vidas y sus consecuencias; y, si no los son, con la esperanza de que sirvamos de reguladores homeostáticos de su malestar, o, aún peor, de jueces de sus propias culpas y responsabilidades, de testigos de sus expectativas frustradas y del desamor causado por los roces de la existencia. Decía Whitaker que la función de la terapia es convertir a los usuarios en sus propios terapeutas, como lo somos cuando nos enfrentamos a las pequeñas crisis cotidianas con nuestros propios recursos y capacidades.

En las terapias, como en la vida y sus crisis sucesivas, el tiempo no es un intangible, como ya dejara señalado Ausloos, sino parte de nuestro propio bagaje como profesionales. El tiempo deviene historia y biografía, existencia personal y compartida. Tiempo que ha sido y es ahora pasado; tiempo que es instante huidizo, presente pasajero y que será futuro y albergará la esperanza y el proyecto.

Esto que nos sucede a los seres humanos les ocurre también a las instituciones. También ellas tienen su propio tiempo marcado, al trasluz de lo que los humanos hacemos en su seno. Hace tiempo que algunos la soñaron y la fueron poniendo en pie, y ahora la Federación cumple 25 años de existencia, un cuarto de siglo, con una historia a sus espaldas que pone de manifiesto el continuado esfuerzo de muchos para hacer de ella un instrumento eficaz y permitir que la terapia familiar tenga la visibilidad profesional y política que nuestro trabajo precisa. Igual que los terapeutas acompañamos a las personas en su periplo por los territorios de las crisis, cuando ellas quieren, así la federación nos hace sentirnos menos solos, al cobijo de su amplio paraguas y de los proyectos profesionales que nos abre con su gestión. Hace veinticinco años que un puñado de soñadores puso esto en marcha y ahora, veinticinco años después, somos sus agradecidos herederos.

Desde estas páginas queremos felicitar, pues, a todos los que contribuyeron en el pasado a que esto fuera posible, y unir en este agradecimiento a cuantos en el presente siguen trenzando colaboraciones y suscitando voluntades aquí y en la otra orilla del Atlántico para que los próximos veinticinco sean aún, si cabe, más promisorios y fructíferos. Pero agradecer sólo es el principio, porque lo importante es pasar a la acción. De ella hablaremos próximamente.

Javier Ortega Allué

Director de MOSAICO


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