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  • Foto del escritorJavier Ortega Allué

Los harapos de la memoria.


Ya casi no conozco a nadie porque he conocido durante estos años a tanta gente que resulta imposible resumir ese conocimiento en dos o tres frases con vislumbres felices. Al pasar como testigo o espectador por esas vidas aspiro haberme hecho un poco sabio, aunque sin el escepticismo que acompaña a menudo a la vida sapiencial. Sigo contemplando a esa figura que refleja el azogue y que ahora dicen que soy yo, y todavía reconozco al muchacho que hubo en mí, a la promesa y el proyecto que estuvo apenas esbozado en aquellos días lejanos de mi pasado. Luego uno aprende que la vida abre caminos inesperados y tiene que recorrer senderos que nunca hubiera imaginado, abandonando otros -acaso para siempre- cuyos perfiles tomó entonces por más ciertos.

De esto tengo cumplida experiencia con el regreso a los paisajes de la infancia. El tiempo parece haberse detenido o, al menos, demorado. Hay algo en ese paisaje que permanece y se reconoce, como un árbol o un camino. Los hijos que me son desconocidos se parecen mucho a los padres a quienes tuve por amigos, y estos, cada día más, a los abuelos que apenas vislumbré. He visto en un instante el pasado y el futuro superpuestos en tales vidas, que existen al margen de la mía y de las cuales soy mero testigo silente y a distancia.

He paseado por las calles de la villa con mis historias vividas clavadas en el costado. Me he cruzado con gentes a quienes les asoma al balcón de la memoria el atisbo de quien fui y vieron tantas veces, pero no me reconocen y me complace sentirme al mismo tiempo testigo y extranjero en ese lugar, donde a menudo nos recordaban a los forasteros que éramos foráneos aunque al tiempo fuéramos también hijos de los hijos de aquellas tierras, unos más que otros. No tuve ni he tenido nunca más identidad que la de forastero, aun sin quererlo, de forma sobrevenida; y hoy más: de extraño y extrañado. Me complace esta sensación de ser testigo ajeno y lejano de un universo casi clausurado, donde han ocurrido sucesos e historias que ahora se me ofrecen como meros relatos que los demás me cuentan para hablarme de su continuidad. Los escucho con deleite, como quien escucha el eco no de unas vidas, sino de simples historias vividas por otros en algún otro tiempo o lugar, leyendas o cuentos hermosos. Me asalta la idea brutal de haber existido en algún universo singular, distante, paralelo, intransferible. Temo contarlo porque quizás no deseo saber que, en efecto, así fue. Cada vida es un relato y, con el poso que deja el tiempo, se descubre cuán ajenos acaban siéndolos casi todos entre sí. Mi historia compartida acaba perteneciéndome solo a mí mismo, porque la misma historia fue vivida de forma diferente por los demás. Es la soledad intransferible e insalvable, que vivo con extrañeza y alegría al mismo tiempo. Compartimos la realidad, pero no sus experiencias. Y acaso tampoco sea la misma realidad que ya ni existe más que como fragmento o harapo de la memoria. Apoyamos nuestra identidad en la repetición y no hay repetición que se salve cuando han pasado treinta años. Entonces no se retorna a un lugar familiar, sino a un espacio que resulta conocido pero que ya es otro y de otros.

Contemplando ese paisaje que se superpone -siendo el mismo y diferente- al de mi niñez, me viene el recuerdo de una frase que leí en mi adolescencia en un viejo tomo que compré algunos años más tarde porque quería rememorar la primera sorpresa y el deslumbramiento, craso error. Unas palabras que nunca me abandonaron del todo, ignoro por qué causa. El verso de un hermoso poema de Miguel Ángel, el escultor. Lo cito de memoria, lo cito faliblemente pues: “Y cuando muera, moriré para lo bello”, decía el poeta. Aseveración melancólica, por verdadera.

Los problemas del mundo


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