top of page
  • Foto del escritorJavier Ortega Allué

Vida.


A veces me sorprende la velocidad volandera de nuestro tiempo existencial, pero no soy, afortunadamente, de aquellos que se lamentan año tras año por andarse haciendo viejo. Ocurre. En mi trabajo, el paso de los años, cuando se vive esta su ocurrencia de manera reflexiva y feliz, supone casi siempre un incremento de sabiduría vital, aunque acaso sabiduría esa una de esas palabras mayores que hemos de emplear con humilde cautela.

Soy enemigo de la nostalgia, por amor hacia el pasado, pues la vida se hace siempre hacia adelante y envejecer es, como decía el poeta, el argumento de esa obra, copia u original, que es la existencia de cada cual. El pasado nos constituye y nos empuja a dar un salto deportivo hacia el futuro, donde aguardan tantas culminaciones. Cada día de la existencia es el logro de los anteriores, que apunta siempre hacia el incierto futuro, hacia el mañana lleno de incertidumbres y retos. Sólo eso hay: el presente intenso de la vida, resumen de lo vivido y anticipo de lo porvenir. En medio de esa tensión vivimos.

Conozco personas que, contra lo que podría esperarse, permanecen anclados en uno de los dos polos de este tenso arco de la existencia. Atados al pasado y prisioneros de lo acontecido en él, en un continuo roer hasta la médula del hueso de ese tiempo ya inexistente y los acontecimientos ocurridos en su horizonte pretérito. Gente que le da vueltas y más vueltas a lo que pasó, como si a fuerza de hacerlo girar pudiera cambiarse lo más esencial que les ocurre a esas personas: que quedaron atrapadas en el rencor o la envidia o el dolor. Y que hacen uso de él, en el fondo, para justificar sus miedos actuales y su actual forma de vivir. Aquella madre, por ejemplo, que les recuerda continuamente a sus hijos la intrínseca maldad del marido que la abandonó…hace quince años; aquel hombre que sustenta su vida en la querella continua con la mujer a la que amó y que vive ahora su propia vida lejos de él y en otra felicidad más plena. El pasado ahoga a algunos, o les da aliento para seguir atados a él para justificar el presente con las heridas supurantes siempre abiertas.

Del pasado hay que aprender, pues en parte importante de nuestro bagaje vital, pero sin hacer aquello que hacen quienes se empeñan repetirlo, añorarlo y jugar con su ceniza a construir un mundo. Aquellos que dirían la frase del poeta: ¡Detente, eres tan bello!, sin caer en la cuenta de que esa parada sería mortal, por cuanto la belleza de la vida está en su pasar sin pausa.

Vivimos, eso es lo que cuenta. Vivimos con intensa pasión, dispuestos a agotar cada minuto en toda su intensidad. Y si lo volviéramos a vivir, como decía Nietzsche, diríamos que sí, afirmativamente, volveríamos a vivirlo. Pero el tiempo no regresa y eso es lo que vuelve realmente valiosa nuestra vida: que podemos aprovechar o perder lastimosamente el tiempo; que lo podemos gozar o añorar porque se fue hacia la nada o el recuerdo.

Nada hay permanente en el mundo: ni los paisajes, ni los hombres ni los libros que nos acompañan y que un día quedarán olvidados, perdidos o malvendidos, como recordatorio de nuestro paso fugaz por la vida. Pero eso no hace menos consistente el presente instante que vivimos ahora. El tiempo nos entreteje en un hacer continuado que dota de sentido nuestro transcurrir. Vivimos para levantar ese sentido que al final nos constituye y nos da consistencia. Los gestos de amor actuales, las palabras que se dicen en su tiempo justo; es decir, cuando aún hay tiempo y que nos ayudan a salvar el abismo de aquel otro tiempo perdido y desaprovechado, o peor, malbaratado.

No hay que ser cicateros ni con la vida ni con el tiempo y, puesto que vivimos en una vida siempre presente, tenerlo en cuenta para no ahorrar afectos ni emociones, para no escondernos tras el miedo a expresarnos y amar.

Aunque sólo sea porque el tiempo sigue a veces, incluso la existencia; pero la vida ya no.

95 visualizaciones0 comentarios

Entradas Recientes

Ver todo
bottom of page