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  • Foto del escritorJavier Ortega Allué

Hacia dónde va la psicoterapia (3)


Es evidente que la psicoterapia irá hacia donde la llevemos con nuestra teoría, y eso supone que alguna vez, nosotros, los terapeutas hemos de reflexionar acerca de qué sea el cambio, qué sea el bienestar, qué la identidad o la narrativa de los sujetos… Qué es, en definitiva, lo que hago cuando me dedico a lo que los griegos antiguos llamaron con bella metáfora el arte de “la curación por la palabra”.

Quisiera recordarles una frase que creo que se atribuye a Nietzsche y que, como dijo Giordano Bruno, se non è vero è ven trovato. Decía el filósofo: “los hechos, sin teoría, son estúpidos”. Es decir, los nudos hechos no hablan, no dicen nada, no son siquiera inteligibles si no tenemos un marco de comprensión de los mismos. Todo encuentro humano con las realidades relacionales es un encuentro con el sentido, porque los seres humanos no sabemos vivir sin dar significados a lo que nos pasa y sentido a los caminos que recorremos.

La psicoterapia todavía es una ciencia joven. Pero esa juventud, si bien no nos dice aún hacia dónde tiene que ir, sino que tan solo lo apunta, sí nos indica hacia dónde no habría de ir:

Yo pienso que la psicoterapia no puede convertirse en un elenco de técnicas aplicadas de forma indiscriminada y ciega. No es lo que yo entiendo por psicoterapia, por lo menos; aunque esto sea algo que tranquilice a muchos terapeutas que comienzan su formación o que recién la acabaron: que haya un protocolo de técnicas para cada tipología de trastorno, para cada diagnóstico. Esto les da seguridad y en ese sentido es útil. Pero a la larga el terapeuta ha de descubrir la complejidad de las interacciones humanas y de los juegos relacionales. Los modelos sirven para no perderse y las técnicas para seguir inventando formas de potenciar que la gente haga algo diferente a lo que están haciendo.

Hemos de huir de una visión reduccionista de la psicoterapia y de las relaciones, visión que nos quieren imponer desde posiciones deterministas.

En lo que respecta a la terapia, soy de los que piensan que el encuentro terapéutico queda marcado por la calidad de la interpelación humana que nos hacemos en la sesión, la empatía, la alianza terapéutica con el sistema familiar y el mostrarse genuinamente humano, comprendiendo el sufrimiento, pero también confrontando a los pacientes con sus sistemas de creencias y sus pautas estereotipadas de respuesta, que les llevan a actuar de un modo tal que, como decimos nosotros, convierten sus soluciones en problemas.

Un buen terapeuta habría de tener un conocimiento vivencial y experiencial de los principales y universales temas humanos: la lealtad, el amor, la traición, los celos, la descalificación y la desconfirmación comunicativa y relacional, la pérdida, la soledad la muerte o el dolor. Un conocimiento que emerja fruto de su experiencia vital, del paso de la edad, pues el tiempo y la vida nos enseñan si les prestamos atención, y que también entronque con una formación humanístico científica lo más amplia y rigurosa posible. Hay que leer, hay que viajar, hay que ver mundo y asomarse con curiosidad a las vidas ajenas. ¡Con curiosidad, qué poco en cuenta se tiene este elemento que está en la base de nuestro aprendizaje!

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