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  • Foto del escritorJavier Ortega Allué

Ausloos, 4 julio, 1940 – 27 abril, 2023. In memoriam


Hace algunos años escribí estas líneas para la revista REDES, a propósito de la publicación en español del libro de Ausloos Las capacidades de la familia. Tiempo, caos y proceso (1998). Las publico aquí in memoriam, como un humilde homenaje a este gran terapeuta familiar.


Como a muchos terapeutas familiares, a Guy Ausloos no le gusta escribir. De manera que habremos de considerarnos afortunados al poder disponer de un libro suyo recientemente traducido a nuestro idioma. Libro que, además, se nos presenta como una mirada global a todo su trabajo terapéutico, y que tiene la virtud de reunir en unos pocos y diáfanos capítulos algunas de las ideas que han dirigido sus pasos como terapeuta familiar desde comienzos de los años 70. Aunque sólo fuera por esto, deberíamos sentirnos satisfechos.

Pero ocurre que el libro es mucho más que un resumen de años de labor terapéutica. Alejado del rigor academicista, de una manera poco sistemática pero muy coherente, Ausloos va esparciendo como sin querer un centón de ideas, propuestas, sugerencias y técnicas, que hacen de éstas unas páginas tan necesarias como oportunas.

Conviene que a veces los terapeutas sean un poco filósofos y que, además de actuar, especulen sobre su propia actividad y sobre el objeto que reclama su atención profesional. Creo sinceramente que es muy difícil llegar a ser un buen terapeuta sin ser, de algún modo, un poco filósofo. ¿Cómo podría ser de otro modo, si debemos trabajar teniendo presentes las dimensiones del tiempo, del azar o la imprevisibilidad, siempre presentes en nuestros contextos?

Contra esto, se me podrá argüir que esta vertiente especulativa no garantiza en modo alguno unos buenos resultados terapéuticos. Es cierto. La capacidad de reflexionar sobre nuestro propio trabajo, cuyo principal objetivo es el de colaborar en la producción de cambios mucho más que en la comprensión puramente especulativa de los fenómenos, es una condición necesaria del buen terapeuta; necesaria, pero no suficiente.

Sin embargo, aún más insuficiente resulta, a mi juicio, el ejercicio terapéutico de quien sin más se limita a aplicar de forma mecánica una serie de técnicas, con la esperanza de hallar la llave que abra por fin la puerta mejor guardada de la familia.

Fue el propio Minuchin, precisamente en un libro dedicado a las técnicas de terapia familiar, quien nos advirtió que éstas, por sí solas, no aseguraban la eficacia de ningún terapeuta.

La influencia de modelos de trabajo propios de las llamadas ciencias duras es tan ubicua que, a menudo, los terapeutas dejamos caer en el olvido esta advertencia, convirtiéndonos así en habilidosos artesanos, mucho más que en espontáneos creadores. La adquisición de un estilo propio no parece que debiera implicar el anquilosamiento del terapeuta en determinados manierismos. Las técnicas son como los ingredientes con los que un buen cocinero ha de preparar sus guisos. ¿Qué diríamos de un jefe de cocina empeñado en darnos la misma minuciosa y elaborada receta día tras día? A buen seguro visitaríamos su cocina una o dos veces, cataríamos su plato único con gusto y luego saldríamos de estampida a buscar algún otro restaurante, cuya oferta culinaria abriera paso también a la variedad de sabores y paladares.

No es Ausloos, por fortuna, cocinero de un solo plato, ni tampoco dispensador de unas cuantas recetas, afinadas hasta el virtuosismo con el decurso de los años. Este libro, por el contrario, muestra un recorrido reflexivo complejo y de una enorme riqueza conceptual, donde se aúnan creatividad y tradición, búsqueda curiosa y rigor intelectual.


La vivencia del tiempo


Uno de los ejes del trabajo terapéutico de Ausloos descansa sobre la dimensión de la temporalidad humana. No podría ser de otro modo, puesto que el tiempo es el constitutivo esencial de la vida, su urdimbre íntima. Numerosos son los conceptos más usuales en terapia, que tienen como trasfondo esta idea. Sólo por enumerar a vuela pluma unos cuantos: cambio, dinamismo, ritmo de la terapia, danza, momento, situación, evolucióm, cronificación, devenir, flujo, bloqueo o resistencia, ciclo y proceso, impasse, crecimiento.... La lista se alargaría temerariamente, invadiendo todo nuestro tiempo....

Si el terapeuta es un agente de cambio, su promotor o facilitador, es evidente que su acción no podrá desligarse, en modo alguno, de la percepción de la temporalidad y de la instalación de los sistemas familiares en el tiempo.

De ahí que Ausloos proponga una definición de sistema acorde a esta concepción dinámica del existir. El sistema no sólo está presente y actuante en el tiempo, sino que evoluciona en él. Que sea el sistema un conjunto de elementos en interacción, organizados y equilibrados con el entorno es sólo una definición parcial.

Como nos recuerda el autor, el sistema, además de las características señaladas, tiene un pasado con el que se encuentra y un futuro con el que cuenta que, aunque irreales ejercen sobre el estado actual de dicho sistema una poderosa influencia real.

Los sistemas evolucionan en el tiempo y sus componentes poseen de éste percepciones y vivencias diferentes, que compete al terapeuta conocer. Podríamos decir -si esta no fuera una licencia excesiva, que a todas luces lo es- que los sistemas tienen diferentes modos de instalación temporaria, lo que sin duda habrá de influir en su funcionamiento y en el grado de flexibilidad o rigidez de su capacidad de adaptación a los cambios. Perspectiva ésta de gran interés terapéutico, que nos permitirá abordar las llamadas resistencias desde una visión diferente, alejada del negativismo de herencia psicoanalítica. Mostrar resistencia podría así interpretarse como la manifestación de una vivencia del tiempo diversa, como una solicitud que un terapeuta sensible debería saber captar, igual que en un partido de baloncesto el entrenador de un equipo solicita tiempo muerto para reorganizar de nuevo el juego de sus jugadores. Bonita metáfora ésta del tiempo muerto deportivo, en el que se planifica la acción y se buscan nuevas formas de responder a los contrarios...

No hay un solo tiempo. En cada instante del reloj, los tiempos son múltiples y variados. El tiempo nos trae un encadenamiento de acontecimientos, el los cuales suceden cosas diversas. Acontecer es un hermoso verbo intransitivo, que indica la ocurrencia de algo en el tiempo, el discurrir de cada momento, que es distinto y diferente. De ahí que podamos hablar de acontecimientos, que son los sucesos especialmente señalados en el tiempo.

El tiempo trae consigo la integración y también la desintegración. Por un lado, es la temporalidad de las vivencias sucesivas la que nos permite construir nuestras historias personales, siempre con un antes y un después más o menos arbitrarios, selectivos y, en suma, interpretativos. Integramos nuestra vida por medio de la construcción de una historia, determinada por la sucesión de los acontecimientos que experimentamos y de los que vamos haciendo una específica lectura. Pero estos mismos acontecimientos, en su imparable fluencia, van expulsándose en apelotonada sucesión de nuestra memoria, dejando huecos y mordiscos de olvido donde antes hubo sentimientos, sensaciones, pensamientos y, en suma, información nueva y significativa.



Familias con transacciones rígidas vs. familias con transacciones caóticas


La conceptualización de los sistemas desde esta dimensión temporal permite a Ausloos hablar de dos tipos de familias cuyos funcionamientos, por extremos, son clarificadores: las familias con transacciones rígidas y las familias con transacciones caóticas.

Las familias con transacciones rígidas tienen una forma de gestionar y vivir su tiempo evolutivo muy diverso de como se lo gestionan y lo vivencian las familias con transacciones caóticas. Y esto es terapéuticamente pertinente, ya que compete al profesional advertir y reaccionar de modo distinto a estos diferentes tempos familiares. El cambio que buscaremos en el trabajo terapéutico dependerá, pues, de la manera como estas familias viven su relación con el tiempo.

En el caso de las familias con transacciones rígidas, cambiar será vivido como una amenaza, algo que posiblemente fantaseen como catastrófico y destructivo. Para estos sistemas, cambio equivale a crisis familiar; esto es, implica la ruptura de la homeostasis que en tales familias supone una vivencia del tiempo detenido.

Los conflictos de estas familias derivan de juegos simétricos de poder, en los que nadie vence ni es jamás vencido; entre otras razones, porque el conflicto de poder fluye sumergido en las entrañas mismas del sistema. De hecho, no hay siquiera combate, porque en este tipo de familias no se quiere correr el riesgo de afrontar abiertamente las situaciones difíciles de la vida. Mejor negarlas, mejor seguir viviendo como si las dificultades tocaran siempre su melodía con sordina, en tono menor. O, mejor aún, quedarse sordos y ciegos y hacer como si nada sucediera. Esta es la auténtica vivencia del tiempo detenido: que nada sucede.

El terapeuta, emplazado como el resto de los seres vivos en su propio tiempo evolutivo, reconoce pronto a estas familias. En ellas, cuando algo ocurre, se acaba achacando a una situación accidental no deseada, sino sobrevenida. Las frases con que se introducen estas dificultades buscan, sobre todo, quitarle hierro al asunto: Si no fuera por el asma de la niñita -dicen los padres, arrobados-, no tendríamos ningún problema... En estos casos, es la proposición particular, con estructura condicional, la que nos advierte que estamos entrando en terreno minado. Pero el terapeuta ha de trabajar para poner en crisis a estos sistemas, porque sólo de tales crisis surgirán eventuales cambios. Como buen relojero, ha de volver a poner en marcha el tiempo familiar, asegurando a los individuos que la evolución no significa necesariamente aniquilamiento ni desdicha.

En el otro extremo de esta tipología familiar encontramos las familias con transacciones caóticas. Y, en tanto que conforman el otro polo de este continuum imaginario, lo que revelan -nos dice Ausloos- es una vivencia diferente del tiempo y, por tanto, también del cambio.

Si las primeras familias temían cambiar, éstas no parecen saber hacer otra cosa. Es como si en ellas todo fluyera a gran velocidad, sin que nada llegue nunca a asentarse, ni adquirir la mínima consistencia. Y sin una cierta consistencia no hay posibilidad alguna de llegar a cambiar. Lo informe, por su peculiar naturaleza, es algo que carece de forma. Su ductilidad es lo más alejado de la rigidez, desde luego, pero también de la flexibilidad. Para que ésta se dé, tiene que aparecer un núcleo duro, algo que se resista. Es entonces, sobre este fondo de duración, que podemos captar el cambio, el paso del tiempo, la evolución misma del individuo o de la familia. Sin algo que dure, todo tiende a desparramarse en cualquier dirección. Y esto es lo que sucede en este tipo extremo de familia.

De modo que no es el cambio lo que debe buscar el terapeuta, sino la duración. Es decir, una cierta estabilidad en el tiempo. Este sería, para este modelo familiar, el verdadero cambio: sostener a la familia en cierta duración por encima del caos en que han convertido sus vidas.

Con buen criterio, Ausloos señala que el terapeuta puede sentirse profundamente agobiado cuando se enfrenta con este tipo de relaciones. Para evitarlo, debe proponerse programas de mínimos; más que nada, para garantizar su propia supervivencia y su efectividad como profesional. Se trataría, pues, y remedando el lema lampedusiano, no ya de hacer que todo cambie para que todo permanezca igual -que es, ciertamente, donde estas familias están-, sino de hacer algo que dure lo suficiente para que todo cambie un poco. El terapeuta no sólo ha de sobrevivir al diluvio de información que amenaza con anegarle cuando se enfrenta con estos sistemas, sino que ha de ser también muy consciente del movimiento emocional que esta inmersión en el caos despierta en él.

Así, adquirir familiaridad con esta tipología relacional puede ser de gran utilidad. Sobre todo, a la hora de prever las dificultades con que se topará al abordar los divergentes juegos temporales de familias tan distintas.

Como decía Descartes, tan nefasta puede ser una prevención excesiva como lo es una precipitación ciega. Trabajando con estas familias hay que huir de uno y otro de tales extremos, porque cada cosa tiene su tiempo. Y lo necesita.

El deseo de lograr cambios que suele embargar al terapeuta, siendo como es su natural punto de orgullo, no ha de ir un paso por delante de los deseos que traen las familias a terapia. Siendo consciente de su propia subjetividad, del flujo de emociones que el contacto con las personas y sus dificultades le provoca, así como de su peculiar manera de experimentar la temporalidad, el terapeuta acabará siendo a la postre un profesional más efectivo y competente, que si únicamente fiara los resultados de la terapia al dominio artesano de una o varias técnicas. Dominio, por otra parte, que nunca debemos desdeñar.

Esta es una de las lecciones que podemos extraer de la obra de Ausloos que hemos comentando en estas páginas. No la única, desde luego. Y ello es lo que hace su lectura aún más necesaria y fascinante.

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