Aunque suene a paradójico, casi siempre las noticias van por detrás de los acontecimientos, pero parece inevitable que algo se tenga que publicitar para que tomemos conciencia de su existencia. Una de esas cuestiones es la del acoso escolar, presente más allá del día que ocupa las portadas de los periódicos o que encuentra un trágico lugar en las escaletas de los telediarios. La violencia escolar, en su condición de acoso, es una forma de violencia entre iguales de difícil erradicación. Entre otras razones, porque la violencia es también una forma extrema de comunicación humana, de la que no hemos sabido prescindir.
Por ello, a veces los profesionales que habitamos el mundo de la ayuda y el reconocimiento de las personas en sus instantes de sufrimiento, caemos en la trampa ingenua de creer que va a ser posible la supresión completa de algo que está en la naturaleza relacional de los seres humanos. Podemos amar, pero también bloquear los canales por los que discurre el flujo amoroso, generando así violencia y daño. No somos ángeles, tampoco demonios. Y ofrecer, desde nuestro conocimiento y honesto hacer, buenas palabras y ofertas de colaboración entre la escuela y la familia, a fin de ayudar a erradicar esta lacra, es, cuando menos, de una ingenuidad tierna, que preludia probablemente un fracaso anunciado. Aunque muchos profesionales hablen de prevención y erradicación, yo prefiero hablar, de forma más realista, de prevención y afrontamiento, porque no se puede eliminar lo que es una estrategia de supervivencia de los sistemas y de los individuos. A lo sumo, se pueden mostrar las desventajas de su uso en un determinado contexto; o las ventajas de nuevas estrategias que permitan a las personas no tener que acabar utilizando la violencia para resolver los inevitables conflictos y frustraciones de la vida.
Esto, conviene aclararlo, es parte de un discurso que habla de la complejidad de los fenómenos relacionales, que no puede conformarse con visionar una película de buenos y malos, donde los papeles están tan nítidamente repartidos que todos podamos advertirlos sin ningún problema. Señalar que el acosado es una pobre víctima inconsistente, y que el acosador es reo de una culpa imborrable son parte del problema que tenemos que afrontar. En un caso, porque se le extirpa al acosado de toda capacidad y poder sobre la realidad que le circunda y sobre su propia vida, así como de sus vínculos de apoyo y de su capacidad para potenciar su red de ayuda; y en el otro, porque se le añade al violento un poder que no tiene, porque el poder es siempre un fenómeno relacional y no se da en el vacío. En ambos casos, las atribuciones que hacemos de quienes intervienen en este contexto relacional generan realidades que no son neutrales y que además activan, justifican y hasta a veces parece que explican esa realidad que previamente hemos definido así.
No digo que no exista conducta violenta ni que ésta no vaya a ir en aumento, en virtud, entre otras cosas, del secreto que se instaura en estas situaciones relacionales por miedo o desconfianza, en virtud también de la connivencia de los testigos mudos que jalean estas acciones como si fueran heroicas, o de los propios profesores que minimizan este asunto como cosas de chicos, o de los papás cómplices que empezaron a enseñar a sus hijos el mandato de “si te pegan, pega”, cuyo resultado final tiene características diferentes en el caso del victimario o de la víctima, pues uno cumple con el mandato familiar y es leal a sus progenitores -el que hace uso de la violencia-- y el otro tiene que añadir a la impotencia de sufrir el acoso la vergüenza de no ser capaz de cumplir con aquel mandato bienintencionado, sumando humillación y culpa al dolor y al sufrimiento.
Como operadores, para intervenir hemos de comprender. Y lo primero que hemos de comprender es que no hay recetas de aplicación automática, sino un previo trabajo de reflexión y análisis, y un largo esfuerzo educativo, única herramienta que puede a largo plazo cambiar la percepción de estas situaciones, y llevarlas del campo de juego en que ahora están radicadas, el del secreto o el escándalo cuando se hacen públicas en la red o en los medios, al de la censura social mayoritaria y a la toma de conciencia de que nos hallamos ante un verdadero problema social, no del sistema educativo o de algunas familias que tienen la desgracia de padecerlo en sus carnes. Todos hemos de hacernos responsables de su minimización o de haber mirado hacia otro lado, como saben tantos padres que han pretendido denunciar estas situaciones y han topado con un muro de silencio y vergüenza en otros sistemas. El acoso escolar es una realidad social que no se solventa con meros protocolos ni con cursillos de mediación aplicados como recetarios de cocina. Estamos ante una realidad más compleja, sostenida y justificada socialmente, que atañe a los valores morales y las formas relacionales que la propia sociedad genera, alienta o justifica. Es difícil combatir todo ello cuando se nos advierte que es legítimo desobedecer las leyes o que todo está en función de una inmediata utilidad.
La violencia escolar afecta a varios sistemas y a los individuos que los integran. Se trata de una conducta que se manifiesta con un amplio abanico de formas, algunas aceptadas y asumidas incluso por los propios sujetos pasivos de tal violencia, y que van desde el insulto al acoso sexual o al ciberbullling. Algo pasa cuando nuestros hijos no se sienten alentados a encontrar en nosotros la confianza básica para contarnos lo que les sucede y no nos ven como recursos de sostén y de reconocimiento. Algo pasa cuando se considera la denuncia de estos hechos como delación por parte de los pares. Algo está sucediendo cuando decae la responsabilidad de los profesores en ese espacio en que nuestros hijos pasan una buena parte de su vida, bajo el implícito de que se encuentran en un lugar seguro y confiable. Desde la vejación o el insulto continuado (ese deporte nacional que es el de motejar a los otros), hasta la violencia física expandida en la red y protegida por el anonimato de los cobardes, el universo del acoso escolar es un territorio demasiado extenso como para que permanezca olvidado en el limbo de las realidades negadas. Hay que prevenir, concienciar, sin duda también castigar o encontrar la forma en que estas conductas de matonismo sean punibles socialmente y no alentadas o aplaudidas. Sólo con ese fondo de censura social, que es una forma de censura moral, podrán los profesionales trabajar para potenciar capacidades y recursos relacionales de los implicados en estas situaciones, de unos y otros, porque en ese territorio nos jugamos también la salud psicológica y el futuro de la sociedad de nuestros hijos.